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Alabarces - VI Jornadas Nacionales de Investigadores en Comunicación - Seminario de Cultura Popular y Cultura Masiva - Cátedra: Alabarces

VI Jornadas Nacionales de Investigadores en Comunicación
Córdoba, 17 al 19 de octubre de 2002
Pablo Alabarces
CULTURA(S) [DE LAS CLASES] POPULAR(ES), UNA VEZ MÁS:
LA LEYENDA CONTINÚA.
NUEVE PROPOSICIONES EN TORNO A LO POPULAR.

Abstract:
En 1983, se reunió en Buenos Aires el Seminario sobre Comunicación y Culturas Populares organizado por CLACSO, para discutir, con lo que ya entonces se consideraba un seleccionado de nombres fulgurantes de los estudios latinoamericanos, distintas perspectivas teóricas y analíticas de lo que nadie dudaba era un objeto con cierta autonomía y pertinencia: las culturas populares. Veinte años después, ese objeto está desaparecido de los repertorios y los lenguajes académicos, como alertamos hace tres años en nuestra reunión de Jujuy: hoy mismo, ni siquiera el adjetivo popular figura en los listados temáticos de esta convocatoria (como tampoco está en las contemporáneas de FADECCOS ni de FELAFACS). Pertinaces y testarudos, intentamos discutir en este trabajo lo que pensamos como escamoteo del conflicto o como desplazamiento neo-populista, así como queremos proponer una serie de afirmaciones teóricas producto de nuestro trabajo de investigación y docencia.

1. En el comienzo, una coherencia (a reivindicar) y un silencio (a develar)
Cultura popular, una vez más: contra la vulgata futbolizadora, este analista reivindica que, en realidad, nunca hizo otra cosa que pensar, con más o menos desvíos, sobre las mismas obsesiones. ¿Dónde está lo popular? ¿Dónde leerlo? ¿Cómo leerlo? ¿Qué significa preguntarse por esas cuestiones en la cultura contemporánea? ¿Tiene eso algo que ver con el poder? Preguntas que son a la vez epistemológicas y metodológicas y también necesariamente políticas, atravesadas por el insidioso y destructor dictum de Michel de Certeau: ¿existe la cultura popular fuera del gesto que la suprime, de ese gesto que, despreocupado por las consecuencias violentas de la actitud académica, interroga sin más a lo silenciado?
Una coherencia: al preparar el abstract de este paper, busqué mis ponencias anteriores a los encuentros de nuestra red. No estuve en Mendoza ni en Paraná: en Olavarría (seis años atrás, estremecedoramente jóvenes), discutí sobre la calidad de popularidad del fútbol. Lo planteé como excusa: el fútbol me permite discutir todo esto, afirmaba, porque es el territorio de lo que no se discute, de lo consabido. Por mi parte, por el contrario, venía de revisar todo lo aprendido, decerteausianamente: si las lecturas de de Certeau habían habilitado todos los giros neopopulistas –con el ejemplo de Landi a la cabeza, en nuestras costas– a mí me habían generado todas las dudas, todas las necesidades de radicalizar nuestros enunciados. Hablar de desvíos y escamoteos, en plena Argentina menemista, parecía un optimismo digno de mejor mérito. Los carnavales futbolísticos, que una biblioteca quería señalar como fantásticas puestas en escena de la corporalidad bajtiniana, resistente e impugnadora, alternativa y contrahegemónica, se me aparecían como fragmentos previsibles de un guión televisivo. El desvío estaba escrito en el argumento de lo hegemónico, y preguntarse por lo popular significa, persistentemente, preguntarse por el otro y por lo otro, es decir, por lo subalterno: esa contradicción era, entonces, insoluble. Una cita de Tony Bennett (Bennett, 1983) me disparaba una afirmación concluyente: en los carnavales futbolísticos, el mundo permanecía tercamente sobre sus pies, y las inversiones bajtinianas, las irreverencias y las contestaciones brillaban por su ausencia –más tarde, la lectura del impecable análisis que Eagleton hace de Bajtín y de la risa en la teoría marxista reforzaba mis nuevas convicciones (Eagleton, 1998). "Entre esos desvíos, esos fragmentos, esas fisuras y esas contradicciones transita el sentido", afirmé (Alabarces, 1999).

En 1999, en Jujuy, mis afirmaciones se separaron del fútbol casi por completo –salvo una breve nota donde ejemplificaba mis argumentos con el periodismo deportivo, un objeto de análisis. Allí traté de sintetizar por dónde iban mis búsquedas, lejos de toda certeza, salvo nuevamente la necesidad de radicalizar nuestro análisis, nuestras categorías y nuestros sujetos. Tres necesidades: la de recuperar la categoría de clase, por ejemplo, aunque informada por Thompson y la historia social y los primitivos estudios culturales, a cuyo énfasis irreverente y cuestionador debíamos volver; la necesidad de separarnos obsesivamente de cualquier tentación populista, porque era más lo que bloqueaba que lo que, treinta años atrás, había abierto; la necesidad de insistir en que el trabajo de análisis cultural es primariamente político. Y la insistencia en que nuestras preocupaciones etnográficas –mala conciencia de aquellos que vivimos encerrados entre textos y discursividades– no podía hacernos olvidar los textos como lugares cruciales del análisis. Y que los sujetos que me preocupaban "se caracterizan por la desigualdad, y no por la acumulación indigesta de diferencias que cualquier productor televisivo medianamente avispado admite como multiculturalismo. Nombrar –volver a nombrar– la dominación, es un paso tímido: en contextos neoconservadores, parece radical", dije (Alabarces, 1999).

Estas insistencias pretendían además recuperar un margen, ya que no la centralidad. En 1983, una reunión organizada por CLACSO en Buenos Aires podía llamarse pomposamente Seminario sobre Comunicación y Culturas Populares. Sin ser muy obsesivo, podría asegurar que fue la última vez del nombre. En las transiciones democráticas, como explican Grimson y Varela (1999), la preocupación por lo popular había alcanzado el centro porque soportaba los nuevos sujetos de la ciudadanía reconquistada. En 1987 Martín-Barbero abría De los medios a las mediaciones con una larga explicación histórica de la constitución del sujeto llamado pueblo, de sus devaneos y deconstrucciones, para luego organizar toda la argumentación en torno de esa categoría (Martín-Barbero, 1987). Malgrado su exégesis, el texto de Barbero, tan rápidamente transformado en una mala Biblia, no quería más que preguntarse por la supervivencia de lo popular, por su continuidad expropiada y despolitizada, pero persistentemente alternativa: no había democracia sin lo popular, porque la pregunta del análisis cultural era por la hegemonía, y eso suponía una condición de dominación y de subalternidad, y no precisamente su celebración, sino su impugnación.

La recepción de Barbero fue penosa: rápidamente aligerada del ímpetu crítico de los sesenta y setenta, nuestra academia –latinoamericana– pareció privilegiar una lectura más obvia, que estaba en los márgenes de Barbero y con mala voluntad: lo popular estaba en lo masivo… y allí estaba bien guardado. Cuando el hibridismo cancliniano reconcilió todos los fragmentos de nuestra posmodernidad neoconservadora, los noventa se volvieron decididamente neopopulistas, en una celebración paradójica: los noventa fueron neopopulistas porque el pueblo ya no existía. "Lo popular no existe, mi amor", se sentenció alborozadamente: "hoy existe la gente, y control remoto y fotocopiadora mediante se sacudirá de encima el yugo de la dominación". O no se sacudirá nada, en tanto la dominación también podía dejar de ser nombrada. Tranquilos: un zapping, una descolección, y ya volvemos, desterritorializados y despopularizados. Y decididamente despolitizados.

Si esta operación se volvía política en los regímenes neoconservadores, se volvía hegemónica en los regímenes periodísticos, porque los aliviaba de una competencia: los analistas dejaban de ocupar el dudoso y molesto lugar de la distancia y de la crítica para desplazarse al de la celebración: "celebradores acríticos de la cultura popular" (Frith y Savage, 1997: 7), analistas sin distancia con su objeto; como señala Frow, "sustituyen la voz de los usuarios de la cultura popular por la voz de un intelectual de clase media" (Frow, 1995: 60). Suprimida la distancia, medios e intelectuales podían regocijarse en la expectación de una gente cuya principal preocupación fuera ciudadanizarse en el consumo massmediático, armados, vale la pena repetirlo, de los gadgets descoleccionadores, los aparatos de la resistencia cultural: videocasetteras, controles remotos, fotocopiadoras, computadoras (Internet, cuántas boludeces se han dicho en tu nombre…), o desplazamientos en los no lugares de la posmodernidad, donde los sujetos devenían flaneurs anacrónicos que transformaban el shopping más cercano en los pasajes parisinos del siglo XIX. Benjamin, entre tanto, se revolvía en su tumba pirenaica.

Manifestación académica, y confesión de parte: desde principios de los noventa me había dedicado al fútbol como objeto de análisis, como gigantesca y deportiva excusa para seguir hablando de lo popular como preocupación central. Al bucear en los congresos (obligado, además, por las nuevas condiciones de producción del trabajo intelectual que nos volvía deudores de un régimen de incentivos y del peregrinaje por los simposios más absurdos para acumular horas de vuelo), me encontré con una doble condición: mi objeto no existía en las agendas, y había que simular desplazamientos para poder narrarlo en público. Pero además, lo popular había dejado de existir. Muerto de mala muerte, muerto de silencio. Si lo popular había debido ser violentado académicamente para ser transformado en objeto de saber –ésa era la principal enseñanza de de Certeau–, la academia volvía sobre sí misma y decretaba, en su expulsión del mapa de lo nombrable, una muerte peor: la del significante.

Entonces, pertinaces y tercos, volvimos por un margen. Era previsible: la centralidad que lo popular ocupó en las preocupaciones de los ochenta debió augurarnos –no supimos leerlo– su desaparición. No queremos repetir esa historia: lo popular es el margen, porque es el límite de lo decible en la cultura hegemónica y en los massmedia. Y si no es así, me importa, como bien dijo Stuart Hall hace veinte años, soberanamente un carajo. Hall era más suave en su afirmación: mi paráfrasis quiere reponerle una cuotita de énfasis. No había democracia sin lo popular: consecuentemente, no la hay.


2. Y al séptimo día, habló de la gauchesca
Una experiencia de investigación, en el origen. Pero también una experiencia de docencia. Desde 2000 estoy a cargo de una cátedra misteriosamente titulada Seminario de Cultura Popular y Cultura Masiva. La infatigable complicidad abreviadora de mis alumnos la llamó indistintamente Cultura Popular, Cultura, Popular y Masiva, o Alabarces a secas, lo que sin duda implicaba una dificultad mayor con el objeto. La primera nominación, en cambio, aliviaba costos epistemológicos, como los de preguntarse sobre dos objetos donde había uno, o uno donde había dos. Su fundación, en 1987, se debió al trabajo de Eduardo Romano, que había inventado en los primeros setenta, pioneramente junto con Aníbal Ford y Jorge Rivera, los estudios de esos objetos descentrados, inasibles, ilegítimos que eran los productos de los medios, por fuera de la semiótica veroniana –que se le había animado a la telenovela– porque la expandía. Pero la clave setentista, que leía la cultura popular con un énfasis contrahegemónico de la mano del peronismo de izquierda, era irrecuperable en los ochenta y noventa. Por un lado, porque ya no había ilegitimidad, cuando una cátedra nombraba como obligatorios los objetos veinte años atrás silenciados por una cultura y una academia vigorosamente legitimista, practicante de un etnocentrismo de clase de la peor especie. Y porque no había contrahegemonía, cuando el estudio de la telenovela o el tango o la poesía popular o el radioteatro o el cuarteto o el rock eran conocimientos autorizados por un poder autorizante, que sólo permitía la lectura de un pasado arcádico o de un presente pasteurizado.

Cuando por distintos avatares que no quiero relatar quedé a cargo de la cátedra, todo lo narrado aquí se disparó en una propuesta distinta de trabajo. Debíamos repensarlo todo. Los titubeos teóricos debían resolverse en la re-lectura y la discusión obsesiva de todo lo escrito: revisar los clásicos, entonces, fue la primera tarea, que acometimos frente a estudiantes desorientados que todavía están preguntándose si hay algo que pueda ser llamado popular, luego de tantas volteretas. Por mi parte, hice otra propuesta: dedico desde hace dos años –éste es el tercero– mi parte del curso a hacer una suerte de historia de la cultura argentina leída desde el problema de lo popular.

En el principio fue el silencio, y luego se hizo la luz y habló un gaucho. Eso narra la génesis de nuestra cultura, y ése fue el principio de nuestra serie. Lo popular no habla por sí mismo, sino por la boca de sus intérpretes doctos; pero la cultura argentina se fundaba en la ficción maravillosa de un docto hablando por la boca de un campesino –de un campesino hablando por la letra de un docto. Desde allí propuse –lo sigo haciendo– un recorrido que interrogara diacrónicamente la cultura argentina para preguntar, en ciertos textos privilegiados, sobre la voz del otro, sobre la representación del otro, sobre la manera en que lo popular se introducía en los pliegues e intersticios de las voces legítimas. En la literatura, en el cine, en la plástica, y también en la música y en la televisión. Lo popular como discurso referido, como dimensión polémica del texto, como una instancia de la polifonía o de su máscara, la falacia polifónica de los textos fatalmente monológicos. Gramscianamente, sigo pensando lo popular como un término diferencial que sólo puede leerse en relación con lo no popular. Pero eso exige soslayar toda tentación aislacionista:
No podemos pensar en estudiar las culturas populares en su especificidad si no nos desembarazamos primero de la idea dominocéntrica de la alteridad radical de esas culturas, que conduce siempre a considerarlas como no-culturas, como "culturas-naturalezas": prueba esto el modo con que el miserabilismo apela infaliblemente al populismo. De igual manera, no podemos plantear así nomás la cuestión de la heterogeneidad del espacio social y del espacio simbólico si no nos damos primero los medios (que valen lo que valen) para establecer la continuidad del espacio social y del espacio simbólico; no podemos pensar en reintroducir en el análisis científico de las culturas dominadas el punto de vista y la experiencia de los dominados si antes no pudimos reintegrar e incluir las clases dominadas en la esfera de la cultura (C. Grignon, en Grignon y Passeron, 1991: 113).
Narrar lo popular: o mejor, interrogarse sobre las formas de la narración de lo popular reintroduce lo dominado en el campo de lo dominante. Dice Piglia que la ficción nace en la Argentina como forma de narrar al otro (gaucho, indio, inmigrante, obrero): que la clase se narra a sí misma en la autobiografía, pero que para narrar al dominado precisa de la ficción (Piglia, 1993: 5). Desde allí, entonces, interrogar la gauchesca, Echeverría, Sarmiento, Discépolo y el grotesco criollo, Lugones, Borges, Cortázar, Rozenmacher, Walsh, es un intento de reconstruir simultáneamente el diferencial (aquello que habla de lo que no es lo mismo, de lo que rompe con el entramado de las voces legítimas, del susurro que afirma que lo popular existe en el margen de la lengua hegemónica) y la continuidad: la de una cultura y la de una historia de esa cultura. Diacrónicamente, porque además toda sociología de la cultura, como dice Raymond Williams, es necesariamente una sociología histórica que nos habla de emergencias y de residuos (Williams, 1982: 31). Sincrónicamente, porque si lo popular es diferencia o afirmación de una distinción conflictiva, debo reconstruir en cada momento el mapa de ese conflicto: una lectura que oblitere este dato es una lectura anacrónica, o más drásticamente, una lectura manca. O interesadamente pelotuda.

3. Un interludio: pensar el borde(r)
La periodista Fernanda Iglesias entrevista en el suplemento de espectáculos de Clarín, el 2 de julio de 2001, a la conductora televisiva y pensadora argentina Marcela Tinayre. Iglesias afirma y pregunta: "Vivís en una casa superpaqueta, sos una mujer fina... ¿de dónde te sale ese costado reo que mostrás en la tele...?"
Y Marcela Tinayre responde:
soy así... es cierto que tengo un gusto innato por la decoración y la forma de vestirme que tiene que ver con mi historia y mi educación, pero adoro las cosas populares, soy muy mal hablada, tengo mi platea en la Bombonera, toda la vida fui así, es algo que tengo incorporado, es parte de mi personalidad, me divierto mucho conmigo misma y necesito estar al borde (Clarín espectáculos, 2/7/2001: 16).
¿Cómo pensar lo popular en la Argentina contemporánea después de esto? ¿Cuál es el límite de lo nombrable? ¿Cuál es ese borde de que nos habla nuestra pensadora convocada? ¿Es que acaso la platea en la Bombonera designa la reaparición triunfal de lo popular ahora reconvertido en hegemónico? ¿Es que acaso el fútbol se nos ha colado, nuevamente, por la ventana? ¿Es que ser "mal hablado" es la condición de lo contrahegemónico? Por un lado estamos, y esto también es central, en el diagnóstico de banalidad. Lo que leemos en la superficie de esto que no sabemos si seguir llamando cultura popular, son básicamente los reflejos de la industria cultural para capturar lo que sea, banalizarlo y despolitizarlo. Y además lo que tenemos es la duda sobre cuál es el borde. ¿Hay un borde? ¿O es que estamos en un momento de la cultura en el que hablar de lo popular, como lo distinto, lo otro, lo conflictivo, lo alternativo, es un ejercicio imposible?


4. Nueve intentos
Entre titubeos e incertezas, quiero cerrar este texto con algunas afirmaciones (más). Nueve, para ser más preciso, que no solucionan nada: que sólo me han servido como pistas para tratar de marcar nuestros recorridos. Estos nueve postulados no giran en el vacío: vienen de nuestras discusiones y de nuestro trabajo, de la investigación y del debate. Y que dicen así:

Proposición número uno: hablar de lo popular es usar siempre una lengua intelectual. No se puede hablar de lo popular desde una lengua popular, porque lo popular no tiene capacidad de autonominación. Lo popular es hablado a través de una lengua docta, siempre, y ése es nuestro lugar de enunciación y es imprescindible no olvidarlo. La condición de posibilidad de un discurso sobre lo popular, es no pertenecer a los textos sobre los que enuncia. El texto sobre lo popular está excluido de aquello que habla: ésa es su condición epistemológica. Es siempre metadiscurso. Y como diría Barthes, violento.

Proposición número dos: seguir hablando de lo popular es seguir hablando más de una tradición que de una categoría. ¿Por qué popular y por qué no subalterno? De un tiempo a esta parte en la academia anglosajona ha aparecido lo que se llama "Estudios sobre cultura subalterna", o "Estudios subalternos". En este sentido mi insistencia es exclusivamente sobre una tradición, es la tradición en la que nos hemos formado, es la tradición latinoamericana que insiste, insistió y espero que siga insistiendo en seguir hablando tozudamente de lo popular. Es esa tradición que arranca en Gramsci y que todavía goza de buena salud. Si subalternidad, como veremos en la tercera proposición, define la situación de conflicto y desigualdad que instituye nuestros sujetos y nuestros objetos, el desplazamiento nominativo que inauguró Gramsci en sus "Observaciones sobre el folklore" nos permite, en una sola afirmación, integrar un universo que es teórico pero también de lucha, cultural y política. Restablecer la continuidad no parece una mala idea en tiempos de fragmentación y discontinuidad, de pura emergencia y novedad. Cincuenta años de indagaciones sobre lo popular se actualizan en cada uso del adjetivo.

Proposición número tres: El pueblo no existe, y popular es sólo un adjetivo. Un adjetivo no sustancial: porque lo que define la cuestión es la dimensión de lo subalterno, de lo que en una escala de jerarquía es lo dominado. Usemos dominado para hablar de coerción, usemos subalternidad para hablar de situaciones de hegemonía, pero siempre se trata de un nivel de lo otro, de lo que está en una relación de inferioridad. Es el hecho de la dominación: todo artificio cultural tiene espesor simbólico, pero todo artificio cultural entra en relaciones de dominación, que son las que constituyen la dimensión de lo popular. Eso es lo único que no puede suprimirse en el análisis. El pueblo no existe como tal, no existe algo que podamos llamar pueblo, no existe algo que podamos llamar popular como adjetivo esencialista, pero lo que existe y seguirá existiendo es la dominación y esa dominación implica la dimensión del que domina, de lo dominado, de lo hegemónico y de lo subalterno. Eso es lo popular: una dimensión simbólica de la economía cultural que designa lo dominado.

Proposición número cuatro: todo estudio de lo popular es histórico. Exige una dimensión diacrónica, que explicara más arriba al narrar mi experiencia docente. No podemos leer este mapa por fuera de la serie histórica de conflictos que lo construyeron. Pero en la misma proposición tenemos una subproposición: todo estudio de lo popular es histórico pero a la vez es sincrónico. Porque no puedo leer lo popular por fuera de un momento que constituye un régimen de subalternidad y no otro. Lo popular me remite a una serie histórica, pero también me remite a un marco dentro del cual hay relaciones de oposición o no las hay, o las hay de otra forma o con otros ropajes, trágicos o farsescos. Lo que podía leerse como popular en los años ’60, no necesariamente tiene que serlo en los años ’90; aquello que para las dicotomías culturales contemporáneas al peronismo aparecía como lo otro, lo subalterno, lo negado, no necesariamente lo es hoy. Sin ir más lejos, parafraseando a Altamirano, la idea del peronismo como hecho maldito del país burgués solamente puede ser sostenida hoy con una sonrisa. Y sin embargo Cooke podía leerlo así: nombraba lo popular porque nombraba lo conflictivo. Entonces debemos leer históricamente, pero también sincrónicamente: necesitamos, y vuelvo a citar a Grignon, la diferencia pero también la continuidad al interior de una cultura.

Proposición número cinco: si todo texto es opaco, por definición, como la semiótica se encarga de recordarnos continuamente, el texto popular es doblemente opaco, está doblemente oculto; oculto en el mecanismo de los signos, pero también porque está narrado por la lengua de otro. Es una doble opacidad, la opacidad del discurso, y la opacidad del discurso que habla de lo popular. La opacidad semiótica y la opacidad de la distancia que significa la lengua docta. En nuestro análisis sólo tendremos a nuestra disposición representaciones, porque debemos también permanecer atentos a la tentación de la falacia etnográfica, del empirismo meotodológico. Si leemos representación como aquello que es nombrado cometemos un error teórico de envergadura, pero también cometemos un error político: entender que la representación de otro es además aquello que nombra.

Proposición número seis: que derivada de la proposición número cinco se transforma en afirmación metodológica. Toda metodología de estudio de lo popular es necesariamente oblicua. Porque es un objeto que se esfuma, que se disuelve, que se transforma históricamente. Leer lo popular en el peronismo no exige la misma operación que leer lo popular en la gauchesca a comienzos del siglo XIX. Esto nos lleva a una subconclusión de esta proposición: todo saber sobre lo popular es conjetural, y está condenado a ser conjetural. El análisis cultural es un continuo juego de interpretaciones, una continua producción de conjeturas a partir de las huellas en los discursos. La riqueza de esos discursos –la inclusión de los textos de los medios y los de sus lectores, de textos hegemónicos y alternativos, de textos estatales y para-estatales, de textos documentales y ficcionales– y el rigor de su elección y de su análisis deciden la mayor o menor pertinencia de esas conjeturas. Nuestro trabajo debe practicar simultáneamente esa riqueza y ese rigor. De eso depende su valor de verdad.

Proposición número siete: en última instancia lo popular se define por una cosa, y es el conflicto. Si la dominación, estructurada como violencia, simbólica o corporal, instituye lo popular, lo popular seguirá obsesivamente definido a partir de la relación conflictiva con aquello que lo domina.

Pero nuevamente la petición histórica: la que permite leer aquello que en determinado momento es capturado, despolitizado y pierde toda dimensión conflictiva. ¿Quién nombra hoy lo popular? Si es el conflicto, si es el desvío, si es la insurrección, ¿quién pronuncia ese nombre? Una respuesta adecuada a esta pregunta está en la base de nuestras preocupaciones: arriesgar ese nombre es hoy nuestra tarea principal.
Proposición número ocho: de Certeau sostiene que los textos doctos sobre lo popular eliminan la infancia, el sexo y la violencia, diseñando una geografía de lo eliminado que revela la intención censora del texto represivo (de Certeau, 1999). Podríamos decir que lo eliminado hoy en la superficie de la cultura contemporánea son los cuerpos, la violencia y la política. Hay cuerpos que siguen siendo no representados, hay cuerpos que siguen siendo no decibles, y esos cuerpos deben ser expulsados. Es el cuerpo de que habla la anécdota de una estudiante, periodista en un matutino, que cuando fue a cubrir una manifestación le dijeron: "vamos a poner una foto, pero nada de sacarme gente fea". Hay cuerpos que siguen sin poder ser exhibidos. Es la distancia entre los cuerpos plenos de sexualidad histérica de las tapas de las revistas de actualidad, y los cuerpos plebeyos de los travestis callejeros. Esta estética plebeya, esa mostruosidad vuelta belleza que proponía Solanas en La hora de los hornos se ha cumplido solamente como farsa y como parodia. A la vez, la violencia represiva se nombra como orden, y la violencia sobre el cuerpo popular se nombra como justicia, y a la violencia popular se la llama simplemente violencia –porque a secas, es el término de la condena. Y la política es lo eliminado, porque el texto massmediática debe expulsarla, porque sus gramáticas no pueden capturarla, salvo como espectáculo del vacío y de la reproducción infinita del orden burgués.

Pero pareciera que el piquete une cuerpo, violencia y política. Por eso se suma allí la muerte: Darío Santillán y Maximiliano Kostecki asesinados en la Estación de Avellaneda son cuerpos, son violencia y son política. Y estos son cuerpos populares, sin ninguna duda.

Decía Rodolfo Walsh que "una clase no se suicida", por lo que tiene que llamar "orden y tranquilidad" al asesinato. Decía Walsh hace tantos años: "la clase a cuyo gobierno representan se solidarizan con aquel asesinato, lo aceptan como hechura suya y no lo castigan, simplemente porque no está dispuesta a castigarse a sí misma". A Santillán y a Kostecki los matan por tomar la palabra, que es el gesto de decir "aquí estoy, puedo hablar, me vuelvo visible, soy representable"; ése es el gesto que no se puede tolerar. La corporalidad popular de la risa de Bajtin desaparece para volverse cuerpos reprimidos, y los cuerpos reprimidos siguen siendo los cuerpos populares.

¿Desde dónde se narra la muerte del otro, desde dónde se narra la violencia establecida sobre los cuerpos populares? Siempre se habla del mismo lado, desde la cultura dominante, aunque esté disfrazada de un inocente e inofensivo progresismo. Es Marcelo Zlotogwiazda en "Periodistas" exigiéndole a D’Elía: "bueno, pero por sí o por no, ¿están con la violencia?". ¿Por qué eso no se le pregunta a la clase que ejerce la violencia cotidianamente? Resuenan los ecos inolvidables de "Cabecita negra", el cuento de Rozenmacher: la voz del señor Lanari que murmura "la chusma, dijo para tranquilizarse", dice Rozenmacher que dijo Lanari en 1962, "Hay que aplastarlos, aplastarlos, dijo para tranquilizarse. La fuerza pública, dijo. Tenemos toda la fuerza pública y el ejército, dijo para tranquilizarse. Sintió que odiaba..." (Rozenmacher, 1967: 34).

En ese mismo programa Adrián Paenza cerraba el bloque diciendo a cámara: "y, vos ¿ayudarías a un desconocido solamente porque está herido?", en referencia a la muerte de Santillán por auxiliar a Kostecki en la Estación Avellaneda, un desconocido –dice Paenza. Y miraba a la cámara, ventana al mundo de la gente como uno y decía: "y, vos ¿ayudarías a un desconocido?". ¿A quién se ayuda, a quién no se conoce? Lo que Paenza no leyó fue que exactamente antes de eso habían pasado los testimonios de los amigos de Santillán y Kostecki y todos insistían minuciosamente en el mismo término nativo: "el compañero". El periodista no puede escuchar al otro, a los nativos que dicen "compañero" –porque es una voz otra que ha tomado la palabra, y ahí está el límite de una cultura represiva que no se entiende a sí misma como tal, confiada en su progresismo blanco. Y entonces, no escucha que hablan de Santillán y de Kostecki como compañeros, y en consecuencia no se da cuenta de que saber leer es entender que compañero no es simplemente un vocativo. Compañero está definiendo un campo de interpretación, un campo de sentidos dentro del cual la práctica de ayudar al otro es perfectamente legible; no se ayuda a un desconocido, se ayuda a un compañero y eso es lo que diferencia nada más y nada menos que al pueblo de la gente.
Para alertar sobre estas trampas es que precisamos una proposición número nueve: y esta proposición final es por el sentido, es por la apuesta política de un trabajo analítico, que se quiera radical y riguroso al mismo tiempo. Todo lo que discutimos es simplemente para saber lo que hacemos y lo que haremos, simplemente para tener, parafraseando a Ginzburg, una exasperada conciencia de aquello que hacemos cuando trabajamos con la dimensión inasible de lo popular. Simplemente para ser concientes de lo que escribimos, lo que opinamos, lo que leemos, lo que pensamos. Para saber si podemos narrar el gesto que silencia, como diría de Certeau, y a la vez podemos narrar lo silenciado.
En "Cinco dificultades para describir la verdad", Bertolt Brecht define por analogía algunos de los problemas que he tratado de discutir aquí: "Hay que tener –decía Brecht– el valor de escribirla, la perspicacia de descubrirla, el arte de hacerla manejable, la inteligencia de saber elegir a los destinatarios y sobre todo la astucia de saber difundirla". De eso trata la investigación sobre la cultura popular: del valor de recuperar un significante, la perspicacia para descubrir sus pliegues y sus escondites, el arte de leerlo sin obturarlo ni sobreponer nuestra voz, la inteligencia para colocarlo nuevamente en nuestro debate –académico pero necesariamente político– y la astucia para defender su derecho a la voz. Sólo este juego puede suspender –pero siempre sometido a una exasperada vigilancia– la función originalmente represiva de nuestros saberes, para recuperar la dimensión ética de nuestro trabajo intelectual.

Bibliografía citada:
Alabarces, P. (1999): "Culturas (de las clases) populares hoy: la ilusión de la representación neopopulista", ponencia ante las IV Jornadas Nacionales de Investigadores en Comunicación, San Salvador de Jujuy, agosto.
Bennett, Tony (1983): "A Thousand and One Troubles: Blackpool Pleasure Beach", en Formations of Pleasure, Londres, Routledge and Kegan Paul.
De Certeau, M.: La invención de lo cotidiano. 1. Artes de hacer, México, Universidad Iberoamericana, 1996.
De Certeau, Michel (en colaboración con Dominique Julia y Jacques Revel): "La belleza del muerto: Nisard", en La cultura plural, Buenos Aires, Nueva Visión, 1999.
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Frith, S. y Savage, J. (1997): "Pearls and Swine: Intellectuals and the Mass Media", en Redhead, S.: The Subcultures Reader. Readings in Popular Cultural Studies, Oxford, Blackwell.
Frow, J. (1995): Cultural Studies and Cultural Value, Oxford: Clarendon Press.
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Grignon, C. y Passeron, J. (1991): "Dominomorfismo y dominocentrismo", en Lo culto y lo popular Miserabilismo y populismo en sociología y en literatura, Nueva Visión, Buenos Aires.
Grimson, A. y Varela, M. (1999): "Recepción, culturas populares y política. Desplazamientos del campo de comunicación y cultura en la Argentina", en Audiencias, cultura y poder. Estudios sobre televisión, Eudeba, Buenos Aires.
Martín Barbero, J. (1987): De los medios a las mediaciones. Comunicación, cultura y hegemonía, Gustavo Gili, Barcelona.
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Lidia Fernández - Capítulo 1: El concepto de institución El término “institución” se utiliza para aludir a ciertas normas que expresan valores altamente “protegidos” en una realidad social determinada. En general tienen que ver con comportamientos que llegan a formalizarse en leyes escritas o tienen muy fuerte vigencia en la vida cotidiana, como por ejemplo: la familia, el matrimonio, la propiedad privada, el tabú son, instituciones (están instituidas socialmente). A continuación, tres acepciones diferentes sobre el concepto de institución: 1) Institución como sinónimo de regularidad social, aludiendo a normas y leyes que representan valores sociales y pautan el comportamiento de los individuos y los grupos, fijando sus límites. Por ejemplo: la norma constitucional que establece la libertad y el derecho de enseñar y aprender; los programas vigentes; las leyes de educación, etc. El individuo actúa siempre dentro de grupos y organizaciones, las cuales sufren el efecto de dos tipos de reg

Barthes, Roland - “Significado y significante” y “Denotación y connotación”, en Elementos de semiología - Semiología - Cátedra: Arnoux

Barthes, Roland - “Significado y significante” y “Denotación y connotación”, en Elementos de semiología - Semiología - Cátedra: Arnoux Roland Barthes : Semiólogo francés de mediados del siglo XX. Estudió los signos no lingüísticos, los llamó signos semiológicos. Se apoyan en la concepción racional que anteriormente planteó Saussure . Barthes toma los conceptos de Saussure para poder basar la cultura. Además de los signos verbales y gráficos, existen signos gestuales, icónicos, etc. que se combinan con los lingüísticos también y se forman nuevos lenguajes; por ejemplo, el publicitario, el de la moda, las señales de tránsito, los gestos de cortesía, protocolo, etc., éstos producen significantes que relacionamos con significados pero no son signos lingüísticos, son gestos imágenes, dibujos, etc. Barthes tratará de pensar las características de la cultura como un gran y complejo sistema semiológico. No hay en éstos signo unidades distintivas, sino más bien sentido, Ej. En l