Alabarces - VI Jornadas Nacionales de Investigadores en Comunicación - Seminario de Cultura Popular y Cultura Masiva - Cátedra: Alabarces
VI
Jornadas Nacionales de Investigadores en Comunicación
Córdoba,
17 al 19 de octubre de 2002
Pablo
Alabarces
CULTURA(S) [DE LAS CLASES]
POPULAR(ES), UNA VEZ MÁS:
NUEVE PROPOSICIONES EN TORNO A LO
POPULAR.
Abstract:
En 1983, se reunió en Buenos Aires el
Seminario sobre Comunicación y Culturas Populares organizado por CLACSO, para
discutir, con lo que ya entonces se consideraba un seleccionado de nombres
fulgurantes de los estudios latinoamericanos, distintas perspectivas teóricas y
analíticas de lo que nadie dudaba era un objeto con cierta autonomía y
pertinencia: las culturas populares. Veinte años después, ese objeto está
desaparecido de los repertorios y los lenguajes académicos, como alertamos hace
tres años en nuestra reunión de Jujuy: hoy mismo, ni siquiera el adjetivo popular
figura en los listados temáticos de esta convocatoria (como tampoco está en las
contemporáneas de FADECCOS ni de FELAFACS). Pertinaces y testarudos, intentamos
discutir en este trabajo lo que pensamos como escamoteo del conflicto o como
desplazamiento neo-populista, así como queremos proponer una serie de
afirmaciones teóricas producto de nuestro trabajo de investigación y docencia.
1. En el comienzo, una coherencia
(a reivindicar) y un silencio (a develar)
Cultura popular, una vez más: contra la vulgata futbolizadora, este analista reivindica que, en
realidad, nunca hizo otra cosa que pensar, con más o menos desvíos, sobre las
mismas obsesiones. ¿Dónde está lo popular? ¿Dónde leerlo? ¿Cómo leerlo? ¿Qué
significa preguntarse por esas cuestiones en la cultura contemporánea? ¿Tiene
eso algo que ver con el poder? Preguntas que son a la vez epistemológicas y
metodológicas y también necesariamente políticas, atravesadas por el insidioso
y destructor dictum de Michel de Certeau: ¿existe la cultura popular
fuera del gesto que la suprime, de ese gesto que, despreocupado por las
consecuencias violentas de la actitud académica, interroga sin más a lo
silenciado?
Una coherencia: al preparar el
abstract de este paper, busqué mis ponencias anteriores a los encuentros de
nuestra red. No estuve en Mendoza ni en Paraná: en Olavarría (seis años atrás,
estremecedoramente jóvenes), discutí sobre la calidad de popularidad del
fútbol. Lo planteé como excusa: el fútbol me permite discutir todo esto,
afirmaba, porque es el territorio de lo que no se discute, de lo consabido. Por
mi parte, por el contrario, venía de revisar todo lo aprendido, decerteausianamente:
si las lecturas de de Certeau habían habilitado todos los giros neopopulistas
–con el ejemplo de Landi a la cabeza, en nuestras costas– a mí me habían
generado todas las dudas, todas las necesidades de radicalizar nuestros
enunciados. Hablar de desvíos y escamoteos, en plena Argentina
menemista, parecía un optimismo digno de mejor mérito. Los carnavales
futbolísticos, que una biblioteca quería señalar como fantásticas puestas en
escena de la corporalidad bajtiniana, resistente e impugnadora, alternativa y
contrahegemónica, se me aparecían como fragmentos previsibles de un guión
televisivo. El desvío estaba escrito en el argumento de lo hegemónico, y
preguntarse por lo popular significa, persistentemente, preguntarse por el
otro y por lo otro, es decir, por lo subalterno: esa
contradicción era, entonces, insoluble. Una cita de Tony Bennett (Bennett,
1983) me disparaba una afirmación concluyente: en los carnavales futbolísticos,
el mundo permanecía tercamente sobre sus pies, y las inversiones bajtinianas, las
irreverencias y las contestaciones brillaban por su ausencia –más tarde, la
lectura del impecable análisis que Eagleton hace de Bajtín y de la risa en la
teoría marxista reforzaba mis nuevas convicciones (Eagleton, 1998). "Entre
esos desvíos, esos fragmentos, esas fisuras y esas contradicciones transita el
sentido", afirmé (Alabarces, 1999).
En 1999, en Jujuy, mis afirmaciones
se separaron del fútbol casi por completo –salvo una breve nota donde
ejemplificaba mis argumentos con el periodismo deportivo, un objeto de
análisis. Allí traté de sintetizar por dónde iban mis búsquedas, lejos de toda
certeza, salvo nuevamente la necesidad de radicalizar nuestro análisis,
nuestras categorías y nuestros sujetos. Tres necesidades: la de recuperar la
categoría de clase, por ejemplo, aunque informada por Thompson y la
historia social y los primitivos estudios culturales, a cuyo énfasis
irreverente y cuestionador debíamos volver; la necesidad de separarnos
obsesivamente de cualquier tentación populista, porque era más lo que bloqueaba
que lo que, treinta años atrás, había abierto; la necesidad de insistir en que
el trabajo de análisis cultural es primariamente político. Y la insistencia en
que nuestras preocupaciones etnográficas –mala conciencia de aquellos que vivimos
encerrados entre textos y discursividades– no podía hacernos olvidar los textos
como lugares cruciales del análisis. Y que los sujetos que me preocupaban
"se caracterizan por la desigualdad, y no por la acumulación indigesta de
diferencias que cualquier productor televisivo medianamente avispado admite
como multiculturalismo. Nombrar –volver a nombrar– la dominación, es un paso
tímido: en contextos neoconservadores, parece radical", dije (Alabarces,
1999).
Estas insistencias pretendían además
recuperar un margen, ya que no la centralidad. En 1983, una reunión organizada
por CLACSO en Buenos Aires podía llamarse pomposamente Seminario sobre
Comunicación y Culturas Populares. Sin ser muy obsesivo, podría asegurar
que fue la última vez del nombre. En las transiciones democráticas, como
explican Grimson y Varela (1999), la preocupación por lo popular había
alcanzado el centro porque soportaba los nuevos sujetos de la ciudadanía
reconquistada. En 1987 Martín-Barbero abría De los medios a las mediaciones
con una larga explicación histórica de la constitución del sujeto llamado pueblo,
de sus devaneos y deconstrucciones, para luego organizar toda la argumentación
en torno de esa categoría (Martín-Barbero, 1987). Malgrado su exégesis, el
texto de Barbero, tan rápidamente transformado en una mala Biblia, no quería
más que preguntarse por la supervivencia de lo popular, por su continuidad
expropiada y despolitizada, pero persistentemente alternativa: no había
democracia sin lo popular, porque la pregunta del análisis cultural era por la
hegemonía, y eso suponía una condición de dominación y de subalternidad, y no
precisamente su celebración, sino su impugnación.
La recepción de Barbero fue penosa:
rápidamente aligerada del ímpetu crítico de los sesenta y setenta, nuestra
academia –latinoamericana– pareció privilegiar una lectura más obvia, que
estaba en los márgenes de Barbero y con mala voluntad: lo popular estaba en lo
masivo… y allí estaba bien guardado. Cuando el hibridismo cancliniano
reconcilió todos los fragmentos de nuestra posmodernidad neoconservadora, los
noventa se volvieron decididamente neopopulistas, en una celebración
paradójica: los noventa fueron neopopulistas porque el pueblo ya no
existía. "Lo popular no existe, mi amor", se sentenció
alborozadamente: "hoy existe la gente, y control remoto y fotocopiadora
mediante se sacudirá de encima el yugo de la dominación". O no se sacudirá
nada, en tanto la dominación también podía dejar de ser nombrada. Tranquilos:
un zapping, una descolección, y ya volvemos, desterritorializados y
despopularizados. Y decididamente despolitizados.
Si esta operación se volvía política
en los regímenes neoconservadores, se volvía hegemónica en los regímenes
periodísticos, porque los aliviaba de una competencia: los analistas dejaban de
ocupar el dudoso y molesto lugar de la distancia y de la crítica para
desplazarse al de la celebración: "celebradores acríticos de la cultura
popular" (Frith y Savage, 1997: 7), analistas sin distancia con su objeto;
como señala Frow, "sustituyen la voz de los usuarios de la cultura popular
por la voz de un intelectual de clase media" (Frow, 1995: 60). Suprimida
la distancia, medios e intelectuales podían regocijarse en la expectación de
una gente cuya principal preocupación fuera ciudadanizarse en el consumo
massmediático, armados, vale la pena repetirlo, de los gadgets
descoleccionadores, los aparatos de la resistencia cultural: videocasetteras,
controles remotos, fotocopiadoras, computadoras (Internet, cuántas boludeces se
han dicho en tu nombre…), o desplazamientos en los no lugares de la
posmodernidad, donde los sujetos devenían flaneurs anacrónicos que
transformaban el shopping más cercano en los pasajes parisinos del siglo
XIX. Benjamin, entre tanto, se revolvía en su tumba pirenaica.
Manifestación académica, y confesión
de parte: desde principios de los noventa me había dedicado al fútbol como
objeto de análisis, como gigantesca y deportiva excusa para seguir hablando de
lo popular como preocupación central. Al bucear en los congresos (obligado, además,
por las nuevas condiciones de producción del trabajo intelectual que nos volvía
deudores de un régimen de incentivos y del peregrinaje por los simposios más
absurdos para acumular horas de vuelo), me encontré con una doble condición: mi
objeto no existía en las agendas, y había que simular desplazamientos para
poder narrarlo en público. Pero además, lo popular había dejado de existir.
Muerto de mala muerte, muerto de silencio. Si lo popular había debido ser
violentado académicamente para ser transformado en objeto de saber –ésa era la
principal enseñanza de de Certeau–, la academia volvía sobre sí misma y
decretaba, en su expulsión del mapa de lo nombrable, una muerte peor: la del
significante.
Entonces, pertinaces y tercos,
volvimos por un margen. Era previsible: la centralidad que lo popular ocupó en
las preocupaciones de los ochenta debió augurarnos –no supimos leerlo– su
desaparición. No queremos repetir esa historia: lo popular es el margen, porque
es el límite de lo decible en la cultura hegemónica y en los massmedia. Y si no
es así, me importa, como bien dijo Stuart Hall hace veinte años, soberanamente
un carajo. Hall era más suave en su afirmación: mi paráfrasis quiere reponerle
una cuotita de énfasis. No había democracia sin lo popular: consecuentemente,
no la hay.
2. Y al séptimo día, habló de la
gauchesca
Una experiencia de investigación, en
el origen. Pero también una experiencia de docencia. Desde 2000 estoy a cargo
de una cátedra misteriosamente titulada Seminario de Cultura Popular y Cultura
Masiva. La infatigable complicidad abreviadora de mis alumnos la llamó
indistintamente Cultura Popular, Cultura, Popular y Masiva, o Alabarces
a secas, lo que sin duda implicaba una dificultad mayor con el objeto. La
primera nominación, en cambio, aliviaba costos epistemológicos, como los de
preguntarse sobre dos objetos donde había uno, o uno donde había dos. Su
fundación, en 1987, se debió al trabajo de Eduardo Romano, que había inventado
en los primeros setenta, pioneramente junto con Aníbal Ford y Jorge Rivera, los
estudios de esos objetos descentrados, inasibles, ilegítimos que eran los
productos de los medios, por fuera de la semiótica veroniana –que se le había
animado a la telenovela– porque la expandía. Pero la clave setentista, que leía
la cultura popular con un énfasis contrahegemónico de la mano del peronismo de
izquierda, era irrecuperable en los ochenta y noventa. Por un lado, porque ya
no había ilegitimidad, cuando una cátedra nombraba como obligatorios los
objetos veinte años atrás silenciados por una cultura y una academia
vigorosamente legitimista, practicante de un etnocentrismo de clase de la peor
especie. Y porque no había contrahegemonía, cuando el estudio de la telenovela
o el tango o la poesía popular o el radioteatro o el cuarteto o el rock eran
conocimientos autorizados por un poder autorizante, que sólo permitía la
lectura de un pasado arcádico o de un presente pasteurizado.
Cuando por distintos avatares que no
quiero relatar quedé a cargo de la cátedra, todo lo narrado aquí se disparó en
una propuesta distinta de trabajo. Debíamos repensarlo todo. Los
titubeos teóricos debían resolverse en la re-lectura y la discusión obsesiva de
todo lo escrito: revisar los clásicos, entonces, fue la primera tarea, que
acometimos frente a estudiantes desorientados que todavía están preguntándose
si hay algo que pueda ser llamado popular, luego de tantas volteretas.
Por mi parte, hice otra propuesta: dedico desde hace dos años –éste es el
tercero– mi parte del curso a hacer una suerte de historia de la cultura
argentina leída desde el problema de lo popular.
En el principio fue el silencio, y
luego se hizo la luz y habló un gaucho. Eso narra la
génesis de nuestra cultura, y ése fue el principio de nuestra serie. Lo popular
no habla por sí mismo, sino por la boca de sus intérpretes doctos; pero la
cultura argentina se fundaba en la ficción maravillosa de un docto hablando por
la boca de un campesino –de un campesino hablando por la letra de un docto.
Desde allí propuse –lo sigo haciendo– un recorrido que interrogara
diacrónicamente la cultura argentina para preguntar, en ciertos textos
privilegiados, sobre la voz del otro, sobre la representación del otro, sobre
la manera en que lo popular se introducía en los pliegues e intersticios de las
voces legítimas. En la literatura, en el cine, en la plástica, y también en la
música y en la televisión. Lo popular como discurso referido, como dimensión
polémica del texto, como una instancia de la polifonía o de su máscara, la
falacia polifónica de los textos fatalmente monológicos. Gramscianamente, sigo
pensando lo popular como un término diferencial que sólo puede leerse en
relación con lo no popular. Pero eso exige soslayar toda tentación
aislacionista:
No podemos pensar
en estudiar las culturas populares en su especificidad si no nos desembarazamos
primero de la idea dominocéntrica de la alteridad radical de esas culturas, que
conduce siempre a considerarlas como no-culturas, como
"culturas-naturalezas": prueba esto el modo con que el miserabilismo
apela infaliblemente al populismo. De igual manera, no podemos plantear así
nomás la cuestión de la heterogeneidad del espacio social y del espacio
simbólico si no nos damos primero los medios (que valen lo que valen) para
establecer la continuidad del espacio social y del espacio simbólico; no
podemos pensar en reintroducir en el análisis científico de las culturas
dominadas el punto de vista y la experiencia de los dominados si antes no
pudimos reintegrar e incluir las clases dominadas en la esfera de la cultura (C.
Grignon, en Grignon y Passeron, 1991: 113).
Narrar lo popular: o mejor,
interrogarse sobre las formas de la narración de lo popular reintroduce lo
dominado en el campo de lo dominante. Dice Piglia que la ficción nace en la Argentina como forma de
narrar al otro (gaucho, indio, inmigrante, obrero): que la clase se narra a sí
misma en la autobiografía, pero que para narrar al dominado precisa de la
ficción (Piglia, 1993: 5). Desde allí, entonces, interrogar la gauchesca,
Echeverría, Sarmiento, Discépolo y el grotesco criollo, Lugones, Borges,
Cortázar, Rozenmacher, Walsh, es un intento de reconstruir simultáneamente el
diferencial (aquello que habla de lo que no es lo mismo, de lo que rompe con el
entramado de las voces legítimas, del susurro que afirma que lo popular existe
en el margen de la lengua hegemónica) y la continuidad: la de una cultura y la
de una historia de esa cultura. Diacrónicamente, porque además toda sociología
de la cultura, como dice Raymond Williams, es necesariamente una sociología histórica
que nos habla de emergencias y de residuos (Williams, 1982: 31).
Sincrónicamente, porque si lo popular es diferencia o afirmación de una
distinción conflictiva, debo reconstruir en cada momento el mapa de ese
conflicto: una lectura que oblitere este dato es una lectura anacrónica, o más
drásticamente, una lectura manca. O interesadamente pelotuda.
3. Un interludio: pensar el
borde(r)
La periodista Fernanda Iglesias
entrevista en el suplemento de espectáculos de Clarín, el 2 de julio de 2001, a la conductora
televisiva y pensadora argentina Marcela Tinayre. Iglesias afirma y pregunta:
"Vivís en una casa superpaqueta, sos una mujer fina... ¿de dónde te sale
ese costado reo que mostrás en la tele...?"
Y Marcela Tinayre responde:
soy así... es
cierto que tengo un gusto innato por la decoración y la forma de vestirme que
tiene que ver con mi historia y mi educación, pero adoro las cosas populares,
soy muy mal hablada, tengo mi platea en la Bombonera , toda la vida fui así, es algo que
tengo incorporado, es parte de mi personalidad, me divierto mucho conmigo misma
y necesito estar al borde (Clarín espectáculos, 2/7/2001: 16).
¿Cómo pensar lo popular en la Argentina contemporánea
después de esto? ¿Cuál es el límite de lo nombrable? ¿Cuál es ese borde de que
nos habla nuestra pensadora convocada? ¿Es que acaso la platea en la Bombonera designa la
reaparición triunfal de lo popular ahora reconvertido en hegemónico? ¿Es que
acaso el fútbol se nos ha colado, nuevamente, por la ventana? ¿Es que ser
"mal hablado" es la condición de lo contrahegemónico? Por un lado
estamos, y esto también es central, en el diagnóstico de banalidad. Lo
que leemos en la superficie de esto que no sabemos si seguir llamando cultura
popular, son básicamente los reflejos de la industria cultural para capturar lo
que sea, banalizarlo y despolitizarlo. Y además lo que tenemos es la duda sobre
cuál es el borde. ¿Hay un borde? ¿O es que estamos en un momento de la cultura
en el que hablar de lo popular, como lo distinto, lo otro, lo conflictivo, lo
alternativo, es un ejercicio imposible?
4. Nueve intentos
Entre titubeos e incertezas, quiero
cerrar este texto con algunas afirmaciones (más). Nueve, para ser más preciso,
que no solucionan nada: que sólo me han servido como pistas para tratar de
marcar nuestros recorridos. Estos nueve postulados no giran en el vacío: vienen
de nuestras discusiones y de nuestro trabajo, de la investigación y del debate.
Y que dicen así:
Proposición número uno: hablar de lo popular es usar siempre una lengua intelectual. No
se puede hablar de lo popular desde una lengua popular, porque lo popular no
tiene capacidad de autonominación. Lo popular es hablado a través de una lengua
docta, siempre, y ése es nuestro lugar de enunciación y es imprescindible no
olvidarlo. La condición de posibilidad de un discurso sobre lo popular, es no
pertenecer a los textos sobre los que enuncia. El texto sobre lo popular está
excluido de aquello que habla: ésa es su condición epistemológica. Es siempre
metadiscurso. Y como diría Barthes, violento.
Proposición número dos: seguir hablando de lo popular es seguir hablando más de una
tradición que de una categoría. ¿Por qué popular y por qué no subalterno?
De un tiempo a esta parte en la academia anglosajona ha aparecido lo que se
llama "Estudios sobre cultura subalterna", o "Estudios
subalternos". En este sentido mi insistencia es exclusivamente sobre una
tradición, es la tradición en la que nos hemos formado, es la tradición
latinoamericana que insiste, insistió y espero que siga insistiendo en seguir
hablando tozudamente de lo popular. Es esa tradición que arranca en Gramsci y
que todavía goza de buena salud. Si subalternidad, como veremos en la
tercera proposición, define la situación de conflicto y desigualdad que
instituye nuestros sujetos y nuestros objetos, el desplazamiento nominativo que
inauguró Gramsci en sus "Observaciones sobre el folklore" nos
permite, en una sola afirmación, integrar un universo que es teórico pero
también de lucha, cultural y política. Restablecer la continuidad no parece una
mala idea en tiempos de fragmentación y discontinuidad, de pura emergencia y
novedad. Cincuenta años de indagaciones sobre lo popular se actualizan en cada
uso del adjetivo.
Proposición número tres: El pueblo no existe, y popular es sólo un adjetivo.
Un adjetivo no sustancial: porque lo que define la cuestión es la dimensión de
lo subalterno, de lo que en una escala de jerarquía es lo dominado. Usemos
dominado para hablar de coerción, usemos subalternidad para hablar de
situaciones de hegemonía, pero siempre se trata de un nivel de lo otro, de lo
que está en una relación de inferioridad. Es el hecho de la dominación:
todo artificio cultural tiene espesor simbólico, pero todo artificio cultural
entra en relaciones de dominación, que son las que constituyen la dimensión
de lo popular. Eso es lo único que no puede suprimirse en el análisis. El
pueblo no existe como tal, no existe algo que podamos llamar pueblo, no existe
algo que podamos llamar popular como adjetivo esencialista, pero lo que
existe y seguirá existiendo es la dominación y esa dominación implica la
dimensión del que domina, de lo dominado, de lo hegemónico y de lo subalterno.
Eso es lo popular: una dimensión simbólica de la economía cultural que
designa lo dominado.
Proposición número cuatro: todo estudio de lo popular es histórico. Exige una dimensión
diacrónica, que explicara más arriba al narrar mi experiencia docente. No
podemos leer este mapa por fuera de la serie histórica de conflictos que lo
construyeron. Pero en la misma proposición tenemos una subproposición: todo
estudio de lo popular es histórico pero a la vez es sincrónico. Porque no
puedo leer lo popular por fuera de un momento que constituye un régimen de
subalternidad y no otro. Lo popular me remite a una serie histórica, pero
también me remite a un marco dentro del cual hay relaciones de oposición o no
las hay, o las hay de otra forma o con otros ropajes, trágicos o farsescos. Lo
que podía leerse como popular en los años ’60, no necesariamente tiene que
serlo en los años ’90; aquello que para las dicotomías culturales
contemporáneas al peronismo aparecía como lo otro, lo subalterno, lo negado, no
necesariamente lo es hoy. Sin ir más lejos, parafraseando a Altamirano, la idea
del peronismo como hecho maldito del país burgués solamente puede ser sostenida
hoy con una sonrisa. Y sin embargo Cooke podía leerlo así: nombraba lo popular
porque nombraba lo conflictivo. Entonces debemos leer históricamente, pero
también sincrónicamente: necesitamos, y vuelvo a citar a Grignon, la diferencia
pero también la continuidad al interior de una cultura.
Proposición número cinco: si todo texto es opaco, por definición, como la semiótica se encarga
de recordarnos continuamente, el texto popular es doblemente opaco, está
doblemente oculto; oculto en el mecanismo de los signos, pero
también porque está narrado por la lengua de otro. Es una doble opacidad, la
opacidad del discurso, y la opacidad del discurso que habla de lo popular. La
opacidad semiótica y la opacidad de la distancia que significa la lengua docta.
En nuestro análisis sólo tendremos a nuestra disposición representaciones,
porque debemos también permanecer atentos a la tentación de la falacia
etnográfica, del empirismo meotodológico. Si leemos representación como
aquello que es nombrado cometemos un error teórico de envergadura, pero también
cometemos un error político: entender que la representación de otro es
además aquello que nombra.
Proposición número seis: que derivada de la proposición número cinco se transforma en afirmación
metodológica. Toda metodología de estudio de lo popular es necesariamente
oblicua. Porque es un objeto que se esfuma, que se disuelve, que se
transforma históricamente. Leer lo popular en el peronismo no exige la misma
operación que leer lo popular en la gauchesca a comienzos del siglo XIX. Esto
nos lleva a una subconclusión de esta proposición: todo saber sobre lo
popular es conjetural, y está condenado a ser conjetural. El análisis
cultural es un continuo juego de interpretaciones, una continua producción de
conjeturas a partir de las huellas en los discursos. La riqueza de esos
discursos –la inclusión de los textos de los medios y los de sus lectores, de
textos hegemónicos y alternativos, de textos estatales y para-estatales, de
textos documentales y ficcionales– y el rigor de su elección y de su análisis
deciden la mayor o menor pertinencia de esas conjeturas. Nuestro trabajo debe
practicar simultáneamente esa riqueza y ese rigor. De eso depende su valor de
verdad.
Proposición número siete: en última instancia lo popular se define por una cosa, y es el
conflicto. Si la dominación, estructurada como violencia, simbólica o
corporal, instituye lo popular, lo popular seguirá obsesivamente definido a
partir de la relación conflictiva con aquello que lo domina.
Pero nuevamente la petición
histórica: la que permite leer aquello que en determinado momento es capturado,
despolitizado y pierde toda dimensión conflictiva. ¿Quién nombra hoy lo
popular? Si es el conflicto, si es el desvío, si es la insurrección, ¿quién
pronuncia ese nombre? Una respuesta adecuada a esta pregunta está en la base de
nuestras preocupaciones: arriesgar ese nombre es hoy nuestra tarea principal.
Proposición número ocho: de Certeau sostiene que los textos doctos sobre lo popular eliminan la
infancia, el sexo y la violencia, diseñando una geografía de lo eliminado que
revela la intención censora del texto represivo (de Certeau, 1999). Podríamos
decir que lo eliminado hoy en la superficie de la cultura contemporánea son
los cuerpos, la violencia y la política. Hay cuerpos que siguen siendo no
representados, hay cuerpos que siguen siendo no decibles, y esos cuerpos deben
ser expulsados. Es el cuerpo de que habla la anécdota de una estudiante,
periodista en un matutino, que cuando fue a cubrir una manifestación le
dijeron: "vamos a poner una foto, pero nada de sacarme gente fea".
Hay cuerpos que siguen sin poder ser exhibidos. Es la distancia entre los
cuerpos plenos de sexualidad histérica de las tapas de las revistas de
actualidad, y los cuerpos plebeyos de los travestis callejeros. Esta estética
plebeya, esa mostruosidad vuelta belleza que proponía Solanas en La hora de
los hornos se ha cumplido solamente como farsa y como parodia. A la vez, la
violencia represiva se nombra como orden, y la violencia sobre el cuerpo
popular se nombra como justicia, y a la violencia popular se la llama
simplemente violencia –porque a secas, es el término de la condena. Y la
política es lo eliminado, porque el texto massmediática debe expulsarla, porque
sus gramáticas no pueden capturarla, salvo como espectáculo del vacío y de la
reproducción infinita del orden burgués.
Pero pareciera que el piquete une
cuerpo, violencia y política. Por eso se suma allí la muerte: Darío
Santillán y Maximiliano Kostecki asesinados en la Estación de Avellaneda
son cuerpos, son violencia y son política. Y estos son cuerpos populares, sin
ninguna duda.
Decía Rodolfo Walsh que "una
clase no se suicida", por lo que tiene que llamar "orden y
tranquilidad" al asesinato. Decía Walsh hace tantos años: "la clase a
cuyo gobierno representan se solidarizan con aquel asesinato, lo aceptan como
hechura suya y no lo castigan, simplemente porque no está dispuesta a
castigarse a sí misma". A Santillán y a Kostecki los matan por tomar la
palabra, que es el gesto de decir "aquí estoy, puedo hablar, me vuelvo
visible, soy representable"; ése es el gesto que no se puede tolerar. La
corporalidad popular de la risa de Bajtin desaparece para volverse cuerpos
reprimidos, y los cuerpos reprimidos siguen siendo los cuerpos populares.
¿Desde dónde se narra la muerte del
otro, desde dónde se narra la violencia establecida sobre los cuerpos
populares? Siempre se habla del mismo lado, desde la cultura dominante, aunque
esté disfrazada de un inocente e inofensivo progresismo. Es Marcelo
Zlotogwiazda en "Periodistas" exigiéndole a D’Elía: "bueno, pero
por sí o por no, ¿están con la violencia?". ¿Por qué eso no se le pregunta
a la clase que ejerce la violencia cotidianamente? Resuenan los ecos inolvidables
de "Cabecita negra", el cuento de Rozenmacher: la voz del señor
Lanari que murmura "la chusma, dijo para tranquilizarse", dice
Rozenmacher que dijo Lanari en 1962, "Hay que aplastarlos, aplastarlos,
dijo para tranquilizarse. La fuerza pública, dijo. Tenemos toda la fuerza
pública y el ejército, dijo para tranquilizarse. Sintió que odiaba..."
(Rozenmacher, 1967: 34).
En ese mismo programa Adrián Paenza
cerraba el bloque diciendo a cámara: "y, vos ¿ayudarías a un desconocido
solamente porque está herido?", en referencia a la muerte de Santillán por
auxiliar a Kostecki en la Estación Avellaneda , un desconocido –dice Paenza.
Y miraba a la cámara, ventana al mundo de la gente como uno y decía:
"y, vos ¿ayudarías a un desconocido?". ¿A quién se ayuda, a quién no
se conoce? Lo que Paenza no leyó fue que exactamente antes de eso habían pasado
los testimonios de los amigos de Santillán y Kostecki y todos insistían
minuciosamente en el mismo término nativo: "el compañero". El
periodista no puede escuchar al otro, a los nativos que dicen
"compañero" –porque es una voz otra que ha tomado la palabra,
y ahí está el límite de una cultura represiva que no se entiende a sí misma
como tal, confiada en su progresismo blanco. Y entonces, no escucha que hablan
de Santillán y de Kostecki como compañeros, y en consecuencia no se da cuenta
de que saber leer es entender que compañero no es simplemente un
vocativo. Compañero está definiendo un campo de interpretación, un campo
de sentidos dentro del cual la práctica de ayudar al otro es perfectamente
legible; no se ayuda a un desconocido, se ayuda a un compañero y eso es
lo que diferencia nada más y nada menos que al pueblo de la gente.
Para alertar sobre estas trampas es
que precisamos una proposición número nueve: y esta proposición final es
por el sentido, es por la apuesta política de un trabajo analítico, que se
quiera radical y riguroso al mismo tiempo. Todo lo que discutimos es
simplemente para saber lo que hacemos y lo que haremos, simplemente para
tener, parafraseando a Ginzburg, una exasperada conciencia de aquello que
hacemos cuando trabajamos con la dimensión inasible de lo popular. Simplemente
para ser concientes de lo que escribimos, lo que opinamos, lo que leemos, lo
que pensamos. Para saber si podemos narrar el gesto que silencia, como diría de
Certeau, y a la vez podemos narrar lo silenciado.
En "Cinco dificultades para
describir la verdad", Bertolt Brecht define por analogía algunos de los
problemas que he tratado de discutir aquí: "Hay que tener –decía Brecht–
el valor de escribirla, la perspicacia de descubrirla, el arte de hacerla
manejable, la inteligencia de saber elegir a los destinatarios y sobre todo la
astucia de saber difundirla". De eso trata la investigación sobre la
cultura popular: del valor de recuperar un significante, la perspicacia para
descubrir sus pliegues y sus escondites, el arte de leerlo sin obturarlo ni
sobreponer nuestra voz, la inteligencia para colocarlo nuevamente en nuestro
debate –académico pero necesariamente político– y la astucia para defender su
derecho a la voz. Sólo este juego puede suspender –pero siempre sometido a una
exasperada vigilancia– la función originalmente represiva de nuestros saberes,
para recuperar la dimensión ética de nuestro trabajo intelectual.
Bibliografía citada:
Alabarces, P.
(1999): "Culturas (de las clases) populares hoy: la ilusión de la
representación neopopulista", ponencia ante las IV Jornadas Nacionales de
Investigadores en Comunicación, San Salvador de Jujuy, agosto.
Bennett, Tony (1983): "A Thousand and One
Troubles: Blackpool
Pleasure Beach ",
en Formations of Pleasure, Londres, Routledge and Kegan Paul.
De Certeau, M.: La
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