Merleau-Ponty - "El cuerpo como expresión y el habla" - Seminario de Diseño Gráfico y Publicitario - Cátedra: Savransky
Merleau Ponty “El cuerpo como expresión
y el habla”
Cuerpo ® intencionalidad
®
facultad de significación
La posesión del
lenguaje es, ante todo, comprendida como la simple existencia efectiva de
“imágenes verbales”, es decir, de huellas dejadas en nosotros por las palabras
pronunciadas u oídas. Que estas huellas sean corporales, o que se depositen en
un “psiquismo inconsciente”, no importa demasiado, puesto que en ambos casos la
concepción del lenguaje es la misma: no hay un “sujeto que habla”. En ambos
casos, la palabra toma su lugar en un circuito de fenómenos en tercera persona:
nadie habla, sino que hay un flujo de palabras que se producen sin una
intención de hablar que las domine. Se considera que el sentido de las palabras
está dado por los estímulos o estados de conciencia que se trata de nombrar, y
que la configuración sonora o articular de la palabra está dada por las huellas
cerebrales o psíquicas. La palabra no es una acción, no manifiesta las
posibilidades interiores del sujeto: el hombre puede hablar como las bombilla
puede hacerse incandescente.
Afasia ®
Lo que el sujeto enfermo ha perdido no es un repertorio de palabras, sino una
determinada manera de usarlo. La misma palabra que está a disposición del enfermo
en el plano del lenguaje automático, se le escapa en el plano del lenguaje
gratuito. Se descubre, pues, detrás de la palabra, una actitud, una función de
la palabra que la condiciona. Se distingue la palabra como instrumento de
acción, y como medio de designación desinteresada.
ü Crítica
de (MP) a la psicología empirista (o mecanicista) ®
Para esta corriente, la evocación de la palabra no está mediatizada por ningún
concepto, los estímulos o “estados de conciencia” dados la suscitan según leyes
de mecánica nerviosa, o según leyes de asociación, y de este modo la palabra no
entraña ningún sentido, no tiene facultad interior, y no es más que un fenómeno
psíquico, fisiológico, o inclusive físico, yuxtapuesto a los demás, y producido
por el juego de una causalidad objetiva. La palabra está desprovista de
eficacia propia, porque no es más que el signo exterior de su reconocimiento
interior, que podría hacerse sin ella, y al cual no contribuye.
ü Crítica
de (MP) a la psicología intelectualista ® Se sitúa más allá
de la palabra como significación; hay un sujeto pensante, no un sujeto
hablante. Para el intelectualismo, una vez efectuada la operación, simplemente
queda por explicar la aparición de la palabra que cierra esa operación, y
entonces intervendrá un mecanismo fisiológico o psíquico, ya que se concibe a
la palabra como una estructura inerte.
Para superar ambas posturas, (MP)
recurre a la observación de que la palabra tiene un sentido.
Si la palabra
presupusiera el pensamiento, si hablar fuera, ante todo, unirse al objeto por
medio de una intención de conocimiento, o por una representación, no se
comprendería por qué el pensamiento tiende a la expresión como hacia su
acabamiento, por qué el objeto más familiar nos parece indeterminado, mientras
no demos con el nombre. Un pensamiento que se contentara con existir para sí, a
un lado de las dificultades de la palabra y de la comunicación, en cuanto
apareciera, recaería en la inconsciencia, lo que quiere decir que no existiría
ni aun para sí. La denominación de los objetos no viene después del
reconocimiento mismo. Como se ha dicho a menudo, para el niño el objeto no es
conocido sino cuando es nombrado, la palabra es la esencia del objeto y reside
en él bajo el mismo título que su color o su forma. Para el pensamiento precientífico,
nombrar el objeto es hacerlo existir o modificarlo: Dios crea los seres al
nombrarlos, y la magia cree actuar sobre ellos hablando de ellos. Estos
“errores” serían incomprensibles, si la palabra reposara en el concepto, porque
entonces debería conocerse siempre como distinto de ella, y conocerla como un
acompañamiento exterior. Si el niño puede conocerse como miembro de una
comunidad lingüística, antes de conocerse como pensamiento de una naturaleza,
es posible sólo bajo la condición de que el sujeto pueda ignorarse como pensamiento
universal y captarse como palabra, y que la palabra, lejos de ser el simple
signo de los objetos y de sus significaciones, habite en las cosas y sirva de vehículo
a las significaciones. De este modo, la palabra, en quien habla, no traduce un
pensamiento ya hecho, sino que lo realiza. Con mayor razón habría que admitir
que quien oye recibe el pensamiento de la palabra misma.
La experiencia de
la comunicación sería una ilusión. Una conciencia construye (para X) esta
máquina de lenguaje que dará a otra conciencia la ocasión de efectuar los
mismos pensamientos, pero realmente nada pasa de una a la otra. El hecho es que
tenemos el poder de comprender más allá de lo que pensamos espontáneamente.
Sólo se nos puede hablar en un lenguaje que ya comprendemos. Hay, pues, una
reasunción del pensamiento del otro a través de la palabra, una reflexión en el
otro, un poder de pensar según el otro que enriquece nuestros propios
pensamientos. Es menester, en este caso, que el sentido de las palabras sea,
finalmente, inducido por las palabras mismas, o más exactamente, que su
significación conceptual se forme como en relieve sobre una significación
gesticulante, que es inmanente a la palabra. Y de igual modo que en un país
extranjero, comienzo a comprender el sentido de las palabras por su lugar en un
contexto de acción y participando de la vida común. Todo lenguaje, en suma,
enseña él mismo, y transporta su sentido al espíritu del auditor. Hay, pues,
sea para quien escucha o lee, sea para quien habla o escribe, un pensamiento en
la palabra que el intelectualismo ni siquiera sospecha.
El orador no piensa antes de hablar, ni
mientras habla: su palabra es su pensamiento. De igual modo, el auditor no
concibe con ocasión de los signos. Las palabras ocupan todo nuestro espíritu ,
vienen a llenar exactamente nuestra expectativa, y sentimos la necesidad del
discurso, pero no seríamos capaces de preverlo y estamos poseídos por él.
Entonces, advendrán los pensamientos sobre el discurso o sobre el texto, antes
el discurso era improvisado y el texto comprendido sin ningún pensamiento, el
sentido estaba presente en todas partes, pero en ninguna puesto por sí mismo.
Si el sujeto que habla no piensa el sentido de lo que dice, tampoco se
representa las palabras que emplea. Saber una palabra o una lengua no es
disponer, como hemos dicho, de montajes nerviosos preestablecidos. Pero no es
tampoco retener de la palabra algún “recuerdo puro”, alguna percepción
debilitada. Las palabras que sé están detrás de mí, pero no tengo ninguna “imagen
verbal”. Si persisten en mí, es más bien como la imago freudiana, que es
más bien que una representación de una percepción antigua y no una esencia
emocional muy precisa y muy general arrancada de sus orígenes empíricos. De
igual manera, no tengo necesidad de representarme la palabra para saberla y
para pronunciarla. Es suficiente con que tenga su esencia auricular y sonora
como una de las modulaciones, uno de los usos posibles de mi cuerpo. Me refiero
a la palabra como mi mano va hacia el lugar de mi cuerpo que es picado, la
palabra está en cierto lugar de mi mundo lingüístico, forma parte de mi
dotación, sólo dispongo de un medio de representármela, pronunciarla, como el
artista que no tiene sino un medio de representarse la obra en que trabaja: haciéndola.
El cuerpo, siendo nuestro medio permanente de “tomar actitudes” y de
fabricarnos de este modo pseudopresentes, es el mido de nuestra comunicación lo
mismo con el tiempo que con el espacio.
Ante todo, la palabra no es
“signo” del pensamiento, si con ello se
entiende un fenómeno que anuncia otro, como el humo anuncia el fuego. La
palabra y el pensamiento no soportan esta relación exterior sino en el caso de
que temáticamente fueran dados: en realidad están envueltos uno en otro, el
sentido está apresado en la palabra y la palabra es la existencia exterior del
sentido.
Las palabras no pueden ser las
“fortalezas del pensamiento”, y el pensamiento no puede buscar la expresión,
sino en cuanto las palabras son por sí mismas un texto comprensible y si la palabra
posee una facultad de significación que le es propia. Es preciso, pues, que de
una o de otra manera, la palabra y la expresión dejen de ser una manera de
designar el objeto o el pensamiento para convertirse en la presencia de este
pensamiento en el mundo sensible.
Descubrimos bajo la significación conceptual
de las palabras una significación existencial que no sólo traducen, sino que
las habita y les es inseparable. La operación de expresión, cuando es feliz,
hace existir la significación como casa en el corazón mismo del texto, la hace
vivir, en un organismo de palabras, la instala en el escritor o en el lector
como un nuevo órgano de los sentidos. La significación devora los signos. Expresión
de los pensamientos por la palabra. El pensamiento son es nada “interior”, no
existe fuera del mundo y fuera de las palabras. Lo que nos engaña, lo que nos
hacer creer en un pensamiento que existiría por sí mismo antes de la expresión,
son los pensamientos ya constituidos y ya expresados que podemos evocar silenciosamente,
y por medio de los cuales nos damos la ilusión de una vida interior. Pero, en
realidad, el pretendido silencio trasuda palabras, esa vida interior es un
lenguaje interior. El pensamiento y la expresión se constituyen, pues,
simultáneamente, cuando nuestra adquisición cultural se moviliza en servicio de
esta ley desconocida, de igual modo que nuestro cuerpo se presta de improviso a
un gesto nuevo en la adquisición del hábito. La palabra es un verdadero gesto y
entraña su sentido como el gesto entraña el suyo. Esto es lo que hace posible
la comunicación. Para que comprenda las palabras de otro, es menester,
evidentemente, que su vocabulario y su sintaxis me sean “ya conocidas”. Pero
ello no quiere decir que las palabras actúen provocando en mí “representaciones”
que se les asociarían, y cuya asociación terminaría por reproducir en mí la
“representación” originaria de quien habla. No me comunico con
“representaciones” o con un pensamiento, sino con su sujeto que habla, con un
cierto estilo de ser y con el “mundo” a que apunta. Vivimos en un mundo en que
la palabra está ya instituida. De todas estas palabras triviales tenemos en
nosotros mismos significaciones ya formadas. Por eso el lenguaje y la comprensión
del lenguaje parecen ser obvios.
Sin embargo, es claro que la palabra
constituida, tal como juega en la vida cotidiana, supone como ya realizado el
paso decisivo de la expresión. La palabra es un gesto y su significación un
mundo.
La psicología moderna ha demostrado muy
bien que el espectador no busca en sí mismo y en su experiencia interior el
sentido de los gestos de que es testigo. Sea, por ejemplo, un gesto de cólera;
no tengo necesidad de recordar los sentimientos que he tenido cuando ejecutaba
por mi cuenta los mismos gestos. Leo la cólera en el gesto, el gesto no me hace
pensar en la cólera, sino que es la cólera misma. Si, por accidente, un niño es
testigo de una escena sexual, puede comprenderla sin tener la experiencia del
deseo y de las actitudes corporales que lo traducen, pero la escena sexual no
será más que un espectáculo insólito e inquietante, no tendrá sentido si el
niño no ha alcanzado todavía el grado de madurez sexual que le permitirá hacer
posible este comportamiento. El sentido de los gestos no es dado, sino
comprendido, es decir, reasumido por un acto del espectador. La comunicación o
la comprensión de los gestos es el resultado de la reciprocidad de mis
intenciones y de los gestos del otro, de mis gestos y de las intenciones
legibles en la conducta del otro. Todo sucede como si la intención del otro
habitara en mi cuerpo, o como si mis intenciones habitaran el suyo.
La comunicación se realiza cuando mi
conducta encuentra en este camino el suyo propio. Confirmo al otro y el otro me
confirma. La identidad de la cosa a través de la experiencia perceptiva no es
sino otro aspecto de la identidad del cuerpo propio en el curso de sus
movimientos de exploración. No comprendo los gestos del otro por un acto de
interpretación intelectual, la comunicación de las conciencias no se funda en
el sentido común de sus experiencias, sino que lo funda a su vez: hay que
reconocer como irreductible el movimiento por el cual me presto al espectáculo,
me uno a él en una especie de reconocimiento ciego que precede la definición y
la elaboración intelectual del sentido. Por mi cuerpo comprendo al otro, de
igual modo que por mi cuerpo percibo “cosas”. El sentido del gesto
“comprendido” de esta manera no está detrás de él, se confunde con la
estructura del mundo que el gesto dibuja y que asumo por mi parte, se difunde
con el gesto mismo.
El gesto lingüístico, como todos los
otros, esboza por sí mismo su sentido. La gesticulación verbal alude a un
paisaje mental que no está dado primeramente a cada uno y que justamente tiene
por función comunicar. Pero lo que la naturaleza no da en este caso, la cultura
lo procura. Las significaciones disponibles, esto es, los actos de expresión
anteriores, instauran entre los sujetos que hablan un mundo común al cual se
refiere la palabra actual y nueva como el gesto se refiere al mundo sensible.
¿No es verdad que entre el signo verbal y su significación el enlace es
fortuito, como lo muestra suficientemente la existencia de múltiples lenguas? Y
la comunicación de los elementos del lenguaje entre “el primer hombre que haya
hablado” y el segundo, ¿no ha sido de un tipo necesariamente diferente que la
comunicación por los gestos? Esto se expresa habitualmente diciendo que el
gesto o la mímica emocional son “signos naturales”, mientras que la palabra es
un “signo convencional”. Pero las convenciones son un modo de relación tardío
entre los hombres, suponen una comunicación previa, y hay que colocar al
lenguaje en esta corriente comunicativa. Si sólo consideráramos el sentido
conceptual y terminal de las palabras, es verdad que la forma verbal –a excepción
de las desinencias- parece arbitraria. No lo sería si tomáramos en cuenta el
sentido emocional de la palabra, lo que hemos llamado más arriba su sentido
gesticulante, que es esencial. Si se pudiera sustraer de un vocabulario lo que
se debe a las leyes mecánicas de la fonética, a las contaminaciones de las lenguas
extranjeras, a la racionalización de los gramáticos, a la limitación de la
lengua por sí misma, se descubriría, sin duda, en el origen de todo lenguaje,
un sistema de expresión muy reducido, pero de tal naturaleza que no resulta
arbitrario llamar luz a la luz, si se llama noche a la noche. La predominancia
de las vocales en una lengua, de las consonantes en otra, los sistemas de construcción
y de sintaxis, no representaría otras tantas convenciones arbitrarias hechas
para expresar el mismo pensamiento, sino las múltiples manera que tiene el
cuerpo humano de celebrar el mundo, y al fin y al cabo vivirlo. De ahí que el
sentido pleno de una lengua no es nunca traducible a otra. Podemos hablar
muchas lenguas, pero una de ellas es siempre aquella en la que vivimos. No hay,
pues, hablando estrictamente, signos convencionales, la simple notación de un
pensamiento puro y claro para sí mismo, no hay sino palabras en las cuales se
concentra la historia de toda una lengua, y que realizan la comunicación sin
ninguna garantía, en medio de increíbles azares lingüísticos. El Lenguaje no
dice algo de sí mismo y que su sentido no es separable de él mismo. El signo
artificial no se reduce al signo natural, porque en el hombre no hay signo
natural y, al reducir el lenguaje a expresiones emocionales, no se compromete
lo que hay de específico, si es verdad que ya la emoción como variación de
nuestro ser en el mundo es contingente con relación a los dispositivos
mecánicos entrañados en nuestro cuerpo, y manifiesta el mismo poder de dar
forma a los estímulos y las situaciones que culmina al nivel del lenguaje. Sólo
se podría hablar de “signos naturales” si, a “estados de conciencia” dados, la
organización anatómica de nuestro cuerpo hiciera corresponder gestos definidos.
Ahora bien, de hecho, la mímica de la cólera o del amor no es la misma en un
japonés y en un occidental. No sólo el gesto es contingente en relación con el
organismo corporal, también lo es la manera misma de acoger la situación y de
vivirla. No basta con que dos sujetos concientes tengan los mismos órganos y el
mismo sistema nervioso para que las emociones se den en los dos con los mismos
signos. Lo que importa es la manera de usar su propio cuerpo, el poner en juego
simultáneamente su cuerpo y su mundo, en la emoción. No es más natural o menos
convencional gritar en la cólera o besar en el amor que llamar a una mesa,
mesa. Los sentimientos, y las conductas pasionales, se inventan como las
palabras. En el hombre todo es fabricado y todo es natural, según se quiera, y
en este sentido no hay palabra, conducta, que no deba algo al ser simplemente
biológico. Los comportamientos crean significaciones que son trascendentes en
relación con el dispositivo anatómico y, sin embargo, inmanentes al comportamiento
como tal, puesto que se enseña y se comprende.
Lo que es verdad –y justifica la
situación particular que se da ordinariamente al lenguaje- es que la palabra
es, entre todas las operaciones expresivas, la única capaz de sedimentarse y de
constituir una adquisición intersubjetiva. Este hecho no se explica haciendo
observar que la palabra se puede registrar en el papel, mientras que los gestos
o los comportamientos sólo se transmiten por imitación directa. Porque la
música también puede escribirse, hay un nuevo mundo que liberar, mientras que,
en el orden de la palabra, todo escritor tiene conciencia de aludir al mismo
mundo de que otros escritores se ocuparon ya.
Hemos visto al comenzar que después de
un período empirista, la teoría de la afasia de Pierre Marie parecía ir al
intelectualismo y ponía como causa, en las afecciones del lenguaje, la “función
de representación” o la actividad “categorial”, y que hacía reposar la palabra
sobre el pensamiento. Teoría existencial de la afasia, es decir, una teoría que
trata el pensamiento y el lenguaje objetivo como dos manifestaciones de la
actividad fundamental por la cual el hombre se proyecta hacia un “mundo”. Pero
si vamos a las descripciones concretas, pronto caemos en cuenta de que la
actividad categorial, antes de ser un pensamiento o un conocimiento, es una
determinada manera de referirse al mundo.
Experiencia inmediata de las
relaciones, nos equivocábamos al decir que no puede atenerse a un principio
dado de clasificación, y que va de uno a otro: en realidad, no adopta ninguno.
El trastorno afecta “la manera en que los colores se agrupan para el
observador, la manera en que el campo visual se articula desde el punto de
vista de los colores”. No es sólo el pensamiento o el conocimiento, sino la
experiencia misma de los colores, la que está en entredicho. Trastorno del
“pensamiento” que se descubre en el fondo de la amnesia. En términos kantianos:
afecta más a la imaginación productora que al entendimiento. El acto categorial
no es, pues, un hecho último, sino que constituye en una determinada “actitud”.
En esta actitud también está fundada la palabra, de manera que no podría
tratarse de hacer descansar el lenguaje en el pensamiento puro. “El comportamiento categorial y la posesión del lenguaje
significativo expresan uno y el mismo comportamiento fundamental. Ninguno de
los dos podría ser causa o efecto.” El pensamiento, desde luego, no es un
efecto del lenguaje.
Cuando la palabra ha perdido su sentido,
se modifica hasta en su aspecto sensible, se vacía. El amnésico a quien se le
dice el nombre de un color rogándole elegir una muestra correspondiente, repite
el nombre, como si esperara algo. Pero el nombre no le sirve para nada, no le
dice nada, es extraño y absurdo, como las palabras que hemos repetido muchas
veces. Los enfermos en quienes las palabras han perdido su sentido conservan
algunas veces en su punto más alto el poder de asociar ideas. El nombre no
está, pues, desprendido de las “asociaciones” anteriores, se ha alterado en sí
mismo, como un cuerpo inanimado. Nos vemos, pues, conducidos a reconocer una
significación gesticulante o existencial de la palabra como decíamos más
arriba. El lenguaje tiene, desde luego, un interior, pero este interior no es
un pensamiento cerrado sobre sí y consciente de sí. ¿Qué expresa, pues, el lenguaje,
si no expresa pensamientos? Ofrece o más bien es la toma de posición del sujeto
en el mundo de sus significaciones. El gesto fonético hace realidad, tanto para
el sujeto que habla cuanto para los que le escuchan, a una determinada estructuración
de la experiencia, a una determinada modulación de la existencia de la misma
manera que el comportamiento de mi cuerpo envuelve, para mí y para el otro, los
objetos que me rodean con una cierta significación. El sentimiento del gesto no
está en el gesto como fenómeno físico o fisiológico. El sentido de la palabra
no está contenido en la palabra como sonido. Sino que la definición del cuerpo
humano consiste en apropiarse, en una serie indefinida de actos discontinuos,
núcleos significativos que rebasan y transfiguran sus poderes naturales.
Hay que reconocer como un hecho último,
esta facultad abierta e indefinida de significar –es decir, de captar y
comunicar un sentido a la vez- por la cual el hombre se trasciende hacia un
comportamiento nuevo o hacia el otro, o
hacia su propio pensamiento a través de su cuerpo y de su palabra.
No se puede decir de la palabra que es
una “operación de la inteligencia”, ni que es un “fenómeno motor”: es por
entero motricidad y por entero inteligencia. Lo que da testimonio de su
inherencia en el cuerpo es el hecho de que las afecciones del lenguaje no
pueden ser reducidas a unidad y que el trastorno primario afecta tanto el
cuerpo de la palabra, el instrumento material de la expresión verbal. Finalmente,
la estructura de la experiencia lingüística, como en el caso de afasia amnésica
que hemos analizado más arriba. A la vez, resulta imposible dar con un
trastorno del lenguaje que sea “puramente motor” y que no afecte en alguna
mediad el sentido del lenguaje. Toda operación lingüística supone la
aprehensión de un sentido, pero el sentido está aquí y allá algo así como
especializado; hay diferentes capas de significación, desde la significación
visual de la palabra hasta su significación conceptual, pasando por el concepto
verbal. No se comprenderá nunca estas dos ideas si se sigue oscilando entre la
noción de “motricidad” y la de “inteligencia”,
y si no se descubre una tercera noción que permita integrarlas, una función,
idéntica en todos los niveles, que opere lo mismo en las preparaciones ocultas
de la palabra cuanto en los fenómenos articulares. Tendremos oportunidad de
comprobar esta facultad esencial de la palabra en casos en que ni el pensamiento
ni la “motricidad” están sensiblemente alterados y en que, sin embargo, la
“vida” del lenguaje está alterada.
“Desde el momento en que el hombre
utiliza el lenguaje para establecer una relación viva consigo mismo o con sus
semejantes, el lenguaje ya no es un instrumento, ya no es un medio, es una
manifestación, una revelación del ser íntimo y del vínculo psíquico que nos une
al mundo y a nuestro semejantes”. Los lenguajes, es decir, los sistemas de
vocabulario y de sintaxis constituidos, los “medios de expresión” que existen
empíricamente, son el depósito y la sedimentación de actos de la palabra en los
cuales el sentido no formulado, no sólo encuentra el medio de traducirse hacia
fuera, sino que adquiere también la existencia para sí mismo, y es verdaderamente
creado como sentido. El acto de expresión constituye un mundo lingüístico y un
mundo cultural, hace recaer en el ser lo que tendía a un más allá. De ahí que
la palabra hablada disponga de significaciones como de una fortuna adquirida. A
partir de estas adquisiciones, otros actos de expresión auténtica se hacen
posibles.
Siempre se ha observado que el gesto o
la palabra transfiguraban el cuerpo, pero se contentaba con decir que
desarrollaban o manifestaban otras facultad, pensamiento o alma. No se veía que,
para poder expresarlo, el cuerpo debe convertirse, en último análisis, en el
pensamiento o la intención que nos significa. Es el cuerpo el que muestra, el
que habla.
Estamos habituados por la tradición
cartesiana a desprendernos del objeto: la actitud reflexiva purifica simultáneamente
la idea común de cuerpo y de alma, definiendo el cuerpo como la suma de partes
sin interior, y el alma como un ser presente en sí mismo sin distancia. La
experiencia del cuerpo propio, por el contrario, nos revela un modo de
existencia ambiguo. Si intento pensarlo como un haz de procesos en tercera persona
me doy cuenta de que estas “funciones” no pueden estar ligadas entre sí y con
el mundo exterior por relaciones de causalidad; todas están confusamente
reasumidas e implicadas en un drama único. El cuerpo no es, pues, un objeto. Su
unidad es siempre implícita y confusa. Mi cuerpo es algo así como un sujeto natural,
como un esquema provisional de mi ser total.
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