Teorías
del Estado – Bosoer - Resumen Unidad 2 obligatoria: “Definición de lo político.
El problema de la obligación y su legitimidad en la filosofía política”.
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José Rubio Carracedo:
“Paradigmas de la política. Del Estado justo al Estado legítimo”.
La naturaleza, formas y condiciones de la obligación
política es el objetivo principal de la filosofía política. Históricamente, se
han dado dos grandes escuelas de
pensamiento político: la legitimista,
según la cual el poder se justifica únicamente por el objetivo último
ético-educativo de la sociedad civil, y la realista,
según la cual el poder se autolegitima como tal y posee su lógica enteramente
autónoma y específica. La filosofía política se sitúa entre la confluencia o
discrepancia de ambas tradiciones.
1. La herencia
de dos tradicionales: legitimismo y realismo políticos
La filosofía
política surge del enfrentamiento entre el convencionalismo naturalista de
los sofistas griegos, que rechazan la legitimación religiosa tradicional del
poder, y la reacción legitimista-racionalista de Platón. Según el autor, el
problema de la obligación política es análogo, pero nunca idéntico, al de la
obligación moral: ¿por qué he de ser moral?, ¿por qué he de obedecer al Estado?
La cuestión queda abierta a diferentes tipos de justificación de acuerdo al
enfoque planteado: si el poder de autolegitima o si precisa de ciertas
condiciones (consenso libre y racional por parte de los ciudadanos) y límites
(los establecidos en el “contrato social”) para su legitimación.
Según Quintón,
habría tres tipos de justificación. La primera se basaría en la naturaleza intrínseca
del Estado y sería la adoptada por el “tradicionalismo”, que se fundamenta en
formas más o menos secularizadas del derecho divino del poder estatal. La
segunda por el contrario justifica el Estado por referencia a los propósitos
que sirve o a las consecuencias beneficiosas del poder estatal; sería el
“contrato social” (Hobbes, seguridad y Locke, derechos y propiedad). Y la
tercera, se basaría en teorías “orgánicas” del Estado, que se oponen a las
anteriores al propugnar una relación entre el Estado y los ciudadanos. Ejemplo
de esto serían Rousseau y Hegel: el Estado encarna la voluntad general en
cuando voluntad por lo público y común frente a la voluntad particular, egoísta
y privada.
Carracedo dice
que el enfoque de Quintón no acierta a ver que el tercer tipo de justificación comparte en
realidad con las del primer tipo su fundamentación. No hay razón pues para
convertir el esquema bipartito comúnmente admitido en uno tripartito.
Según García
Pelayo, en el enfoque bipartito,
uno ve la política como un despliegue en la tensión y el otro como una realidad
a superar a fin de encontrar un cierto orden de convivencia que le daría
sentido al fluir de la vida política. Y este esquema bipartito a su vez ha
creado dos imágenes respecto de la naturaleza de la política: la politica como
lucha y la política como orden. También, a cada imagen le corresponde una
concepción antropológica contrapuesta: la idea del hombre como ser radicalmente
egoísta y la idea del hombre como ser sociable. Y por último, a cada una le
corresponde una concepto distinto del poder: para la primera, el poder se
describe como lucha incesante, mientas que para la segunda la política tiende a
la paz y gira en torno al concepto de justicia, que se entiende primeramente
como orden natural y posteriormente como un orden justo construido por la
razón. En consecuencia, García Pelayo cree posible clasificar todas las teorías
políticas propuestas entre estas dos concepciones límites o tipos polares, ya
que todas tienden a integrar los seis momentos: lucha-paz, poder-justicia,
voluntad-razón.
Recorrido
histórico de la concepción política: En el mundo clásico la concepción política conforme
al eje lucha-poder-voluntad fue defendida por los sofistas e historiadores,
mientas que los filósofos se adhirieron al eje paz-justicia-razón. En la Edad Media esta última
tendencia fue hegemónica. Con el renacimiento y hasta finales del siglo XVII
triunfa la política como poder, desde Maquiavelo hasta Hobbes, mientras que en
el siglo XVIII asistimos al auge del iusnaturalismo y su apuesta por un orden
natural, justo y racional sobre el que basa el poder su legitimidad, prolongado
por Locke y Rousseau en diferentes versiones. En el siglo XIX, la disyunción se
complica con el triunfo del positivismo y del liberalismo por un lado, y del
idealismo y del socialismo por el otro, aunque no falten casos de difícil
clasificación como el de Marx. En el siglo XX ha sido hegemónica la concepción
lucha-poder-voluntad, a partir de la disolución de los planteamientos
idealistas y románticos por un lado y el descrédito de las utopías socialistas
por el otro. Max Weber fue quizás su mejor intérprete y generaliza su concepto
del Estado como detentador legítimo del monopolio de la coerción aunque admita
una triple legitimidad (carismática, tradicional y racional). También ha
surgido una concepción legitimista alrededor del concepto de justicia (Welfare State) y otras propuestas de la
”nueva izquierda” que reivindican una democracia más participativa, inspirados
directamente en Rousseau.
2. Del Estado
justo a la legitimidad del Estado
La cuestión de la justificación de la obligación
política remite a una cuestión más profunda: Cómo se legitima la coercitividad estatal? Como los problemas de la
legitimidad no son algo específico de la modernidad, puede decirse que junto
con la aparición del Estado surgió su “pretensión de legitimidad”, esto es, su
búsqueda de reconocimiento mediante la garantía que ofrece de mantener la
identidad y la integración social vía normativa y coercitiva.
Fue Hobbes
quien abrió la vía contractualista al insistir sobre el carácter artificial
(pactado) de la sociedad civil: del convenio surgen la justicia y la legalidad,
inexistentes en el estado natural, aunque la garantía final es exterior al
pacto: es el soberano el único depositario de la coercitividad efectiva y ese
es el precio de la seguridad. Locke,
en cambio, resucita la tesis de la sociabilidad, de modo que el contrato social
únicamente aportaba la sanción legal y su publicidad.
Rousseau compartía con Locke y los
iusnaturalistas el presupuesto irrenunciable del consenso de los ciudadanos
para la legitimidad del poder estatal, pero, como Hobbes, no precisa ni de la
sociabilidad natural ni de la ley natural: le basta la normatividad
procedimental de un contrato social entre hombres libres e iguales atentos a
constituir un Estado. Tampoco Rousseau precisa de la coercitividad estatal como
garantía última eficaz del pacto, pues le basta la normatividad libre y
racionalmente pactada, esto es, la legalidad legitimada.
Para el autor, Rousseau no plantea el pacto social
como un hecho sino como un constructo normativo (la voluntad gral. no es un
hecho).
En Rousseau se observa la primera elaboración del
“tipo procedimental de legitimación” ya que su formulación del contrato social
significa un nuevo principio social: la regulación del comportamiento público
por la justicia. Pero no es tanto una ruptura con el estado de naturaleza como
su transmutación, ya que el contrato social viene a dar cumplimiento fiel en el
estado civil del constructo normativo del estado natural. Tal es, en efecto, el
sentido del contrato social rusoniano:
entre ciudadanos libres e iguales los propios procedimientos y las propias
premisas de la justificación integran a partir de ahora las razones
legitimantes en las que se apoya la validez de las legitimaciones. Ello implica
que se abandona el modelo de legitimación por el orden natural, religioso o
tradicional para asumir un consenso deliberativo.
Sin embargo, en
las discusiones sobre la democracia hasta la fecha, al hablar de Rousseau
surge su problema de confundir un nivel de justificación de la dominación con
los procedimientos de organización de la misma, es decir, confundir la
legitimación democrática con el diseño de los procedimientos del ejercicio más
directo posible de la soberanía popular, teniendo en cuenta que el mismo
Rousseau fue siempre consciente de la distancia insalvable entre el modelo
democrático (formación discursiva de la voluntad) y la realización efectiva de
la democracia como régimen político: “la verdadera democracia ni ha existido ni
existirá jamás” llegó a afirmar (aunque todo esto no le quita importancia al
modelo inaugurado por Rousseau).
Está claro que los ciudadanos no van a la asamblea
pública para adoptar ningún punto de vista trascendental, sino para deliberar
sobre cuál sea la voluntad gral., esto es, el interés público (“¿Qué medida me
beneficiará junto con los demás, en lugar de beneficiarme a costa de todos los
demás?”).
(Para el autor, el modelo de la Ilustración no ha
fracasado, sino que está plenamente en vigor, aunque con dificultades y
atascos).
3. Paradigma del
Estado legítimo
Parece claro entonces que el paradigma legitimista se
constituyó básicamente en el siglo XVIII a través de la brecha contractualista
abierta por Hobbes y mediante la superación de la cosmovisión iusnaturalista
continuada por Locke y Montesquieu, y realizada sobre todo por Rousseau y Kant,
es decir, por la
Ilustración crítica.
Es posible que el paradigma legitimista (donde se
concilian libertad y coerción legal, autonomía personal y autoridad estatal)
pueda entenderse como heredero del estado justo, pero parece más exacto
considerarlo como una síntesis del paradigma del estado justo y del realismo
político. Para ello el autor se sirve de 10
indicadores:
1. Concepción del poder
2. Legitimación del poder
3. Objetivo primordial del poder
4. Referencia ética del poder
5. Talante global
6. División de poderes
7. Valores políticos supremos
8. Régimen político peculiar
9. Planteamientos políticos
10. Tipo de sociedad civil
1. Concepción
del poder. El
estado justo mantiene una concepción del poder netamente estatalista: el Estado
lo es todo y la sociedad civil le debe obediencia. Por eso la sociedad política
es la que vertebra a la sociedad civil y el papel del Estado llega a todos los
ámbitos de la sociedad, a la que tiende a subordinar y suplantar más y más,
hasta alcanzar el ámbito privado de las relaciones personales, la familia, la moral,
el ocio, la cultura, la religión, etc.
En cambio, el realismo político insiste en una
concepción minimalista del Estado en cuando agencia coercitiva protectora.
El estado legítimo, por su parte, intenta conjugar la
libertad individual y civil con la autoridad estatal, regulando sus relaciones
mutuas conforme a un orden constitucional consensuado. Respeta la autonomía del
individuo, de la sociedad civil y del estado. Y lejos de limitarse al ejercicio
del monopolio de la violencia legítima, es el promotor del interés público, el
garante de los derechos humanos y el responsable de una distribución equitativa
de los bienes primarios; pero deja a la iniciativa privada la promoción del
ámbito privado.
La tendencia al Welfare
State muestra una peligrosa gradiente hacia las concepciones del estado
justo.
2. Legitimación
del poder. El
estado legítimo comparte con el estado justo la tesis de que el poder ni se
autolegitima (por el éxito, la eficacia o la opinión social) ni es neutral,
como pretende el realismo político. Por consiguiente, en éste, se sigue que de
la neutralidad deriva la concepción instrumental del poder.
Para el estado justo, en cambio, el poder se legitima
mediante su adecuación al orden cósmico-ontológico que está llamado a
preservar. Y el en estado legítimo el poder ha de trocarse en autoridad estatal
mediante el reconocimiento público de los ciudadanos. Queda claro que esta
concepción carece de toda fundamentación teocrática, ontológica o
iusnaturalista. Sólo puede ser válida una legitimidad democrática
incesantemente renovada mediante el acuerdo libre y racional de los ciudadanos.
3. Objetivo
primordial del poder. Para el estado justo, el objetivo primordial sólo puede ser el del
cumplimiento de la justicia (en sentido ontológico, previo y superior a toda
convención). Para el realismo político, no cabe otro objetivo que el del
mantenimiento del poder según la lógica enteramente autónoma de la dominación,
la cual justifica la utilización de cualquier método. Y para el estado legítimo
no considera válido más poder que la autoridad estatal.
4. Referencia
ética del poder. El estado justo sostiene un marco ético absoluto de naturaleza cósmica
u ontológica. Sin embargo, en la práctica, sobre dicho marco se han apoyado
tanto las dictaduras como las democracias, los totalitarismos como el
despotismo ilustrado. El realismo político defiende la neutralidad ética del
poder, no reconoce ningún marco. Y el estado legítimo reconoce un marco
normativo (elaborado discursivamente) de justicia para la acción estatal.
5. Talante o
actitud global.
El estado justo idolatra al Estado, de ahí su proclividad al despotismo. El
realismo político idolatra al poder, dado que el poder es un fin en sí mismo. Y
el estado legítimo idolatra el orden constitucional, al que subordina tanto el
poder estatal como la iniciativa ciudadana.
6. División de
poderes.
Mientras que el estado justo no puede admitir más que un poder estatal
unitario, tanto si es individual como si es oligárquico, por la misma razón el
realismo político tiende a potenciar el poder ejecutivo. En cambio, el estado
legítimo privilegia necesariamente al legislativo.
7. Valores
positivos supremos. En el estado justo, como era previsible, el valor político supremo se
confiere a la obediencia a la ley, dado que el legislador es sabio, conoce el
orden óptico o histórico, y lo plasma en la legislación. En el realismo
político, los valores se atribuyen a la salvaguarda de la seguridad o libertad
negativa, a cuyo fin se instituye un fuerte aparato legislativo-coercitivo y
policial. Y el estado legítimo enfatiza en la reconciliación de la autonomía
individual en la comunidad estatal.
8. Régimen
político peculiar (uno de los indicadores más significativos). El estado justo tiende
necesariamente a encarnarse en un régimen despótico-ilustrado, monárquico o
aristocrático, pues siempre será un gobierno de “sabios” que conoce el orden
inmutable de las cosas e intenta realizarlo. El realismo político está abocado
a un régimen de dominación que puede revestir diferentes formas: autocracia,
oligarquía, hasta incluso democracia representativa. El estado legítimo es
compatible únicamente con un régimen democrático auténtico (representativo o
participativo).
9.
Planteamientos políticos. El estado justo muestra una propensión invencible a los planeamientos
políticos abstractos a intemporales. El realismo político ha de instalarse en
una perspectiva inversa: se encarna en fórmulas de contextualización
estratégica. El estado legítimo se sitúa a medio camino entre ambos, está abocado
a una contextualización legitimista.
10. Tipo de
sociedad civil que propicia. El estado justo (hoy en los países del este e
islámicos) propicia una sociedad civil como “comunidad” (razón comunicativa).
El realismo político da lugar a sociedades civiles de tipo “asociación” regidas
en exclusiva por una racionalidad estratégica. Y por último, el estado legítimo
adopta también aquí una posición de síntesis, propiciando una sociedad civil de
tipo mixto (racionalidad estratégica + racionalidad comunicativa) que se
expresan a partir de una concepción autónoma del hombre tanto en sus
dimensiones ético-políticas como económico-sociales.
Obviamente, concluye el autor,
este planteamiento es mucho más normativo que real, pero constituye la utopía
necesaria.
Rousseau: “Del contrato social” (1762)
El objetivo de
su lectura es demostrar que la salida hacia el contrato social es fortuita,
es decir, no hay un a priori ni un fundamento iusnaturalista de tipo lockeano,
sino que se da mediante la multiplicación de fuerza y libertad. No hay derecho
o ley natural.
Preguntas guías: Qué relación se establece
entre fuerza y derecho? Cómo intervienen en esa relación la necesidad, la
voluntad y la moralidad? Conceptos y argumentos para caracterizar la relación
entre esclavitud y derecho. Razones del contrato social. Compararlas con las de
Locke. Qué problema fundamental debe resolver el Contrato y mediante qué
cláusula? Cómo describe el estado natural y cómo explica su salida? Comparar
con Locke. Hacia qué orden se sale? Es legítimo? Cuáles son los límites del
ejercicio de la soberanía? Comparar con Locke. Qué significa y por qué es
inalienable e indivisible? Cuál es la condición para que la voluntad general no
se equivoque? Cuál es su único límite? Cuál es el argumento que explica la
necesidad de la generalidad de la ley en su objeto? Por qué la ley no es
injusta ni va contra la libertad? Qué atributos debería tener el legislador?
Qué contradicción hay en su figura? Cómo se relaciona con la presencia de la
religión?
Resumen del texto (cap. 1-8 del
Libro 1, cap. 1-7 del Libro 2)
Libro 1. Propósito del autor: Investigar si dentro del
orden civil y considerando los hombres tal cual son y las leyes tal cual pueden
ser, existe alguna fórmula de administración legítima y permanente.
Cap. 1. El hombre ha nacido libre pero por todas partes se
encuentra encadenado.
¿Cómo se ha verificado este camino? Lo ignoro. El orden
social es un derecho sagrado y sirve de base a todos los demás. Sin embargo,
este derecho no viene de la
Naturaleza ; por consiguiente, está, pues, fundado sobre
convenciones.
Cap. 2. De las
primeras sociedades.
La más antigua de todas las sociedades, y la única natural,
es la de la familia, aún cuando los hijos no permanecen unidos al padre sino el
tiempo en que necesitan de él para conservarse. Esta libertad común es una
consecuencia de la naturaleza del hombre. Su primera ley es velar por su propia
conservación. La familia es, pues, si se quiere, el primer modelo de las
sociedades políticas: el jefe es la imagen del padre; el pueblo es la imagen de
los hijos, y habiendo nacido todos iguales y libres, no enajenan su Libertad
sino por su utilidad.
Cap. 3. Del derecho del más
fuerte.
El más fuerte no es nunca bastante fuerte para ser siempre el señor, si
no transforma su fuerza en derecho y la obediencia en deber. Si es preciso
obedecer por la fuerza, no se necesita obedecer por deber, y si no se está
forzado a obedecer, no se está obligado. Se ve, pues, que esta palabra el derecho
no añade nada a la fuerza. Todo poder viene de Dios, lo confieso; pero toda
enfermedad viene también de Él. Convengamos, pues, que fuerza no constituye
derecho, y, que no se está obligado a obedecer sino a los poderes legítimos.
Cap. 4. De la
esclavitud.
Puesto que ningún hombre tiene una autoridad natural sobre
sus semejantes y puesto que la
Naturaleza no produce ningún derecho, quedan, pues, las
convenciones como base de toda autoridad legítima entre los hombres.
Enajenar es dar o vender. Ahora bien; un hombre que se hace esclavo de
otro no se da, sino que se vende, al menos, por su subsistencia; pero un
pueblo, ¿por qué se vende? No hay que pensar en que un rey proporcione a sus
súbditos la subsistencia, puesto que es él quien saca de ellos la suya. ¿Qué
ganan, si esta tranquilidad misma es una de sus miserias? Un acto tal es
ilegítimo y nulo por el solo motivo de que quien lo realiza no está en su
razón. Decir de un pueblo esto mismo es suponer un pueblo de locos, y la locura
no crea derecho.
Renunciar a la libertad es renunciar a la cualidad de
hombres, a los derechos de humanidad e incluso a los deberes. Tal renuncia es
incompatible con la naturaleza del hombre, e implica arrebatar toda moralidad a
las acciones el arrebatar la libertad a la voluntad.
Es la relación de las cosas y no la de los hombres la que constituye la
guerra. La guerra privada o de hombre a hombre no puede existir, ni en el
estado de naturaleza, en que no existe ninguna propiedad constante, ni en el
estado social, en que todo se halla bajo la autoridad de las leyes. La guerra no es, pues, una relación de hombre a hombre,
sino una relación de Estado a Estado, en la cual los particulares sólo son
enemigos incidentalmente, no como hombres, ni aun siquiera como ciudadanos,
sino como soldados: no como miembros de la patria, sino como sus defensores. En
fin, cada Estado no puede tener como enemigos sino otros Estados, y no hombres,
puesto que entre cosas de diversa naturaleza no puede establecerse ninguna
relación verdadera.
La guerra no da ningún derecho que no sea necesario a su
fin. Afirmo que un esclavo hecho en la guerra, o un pueblo conquistado, sólo
está obligado, para con su señor, a obedecerle en tanto que se siente forzado a
ello. El derecho de esclavitud es nulo. Estas palabras, esclavo y derecho, son
contradictorias: se excluyen mutuamente.
Cap. 5. Necesidad de retroceder
a una convención primitiva.
Siempre habrá una gran diferencia entre someter una multitud y regir
una sociedad. Antes de examinar el acto por el cual un pueblo elige a un rey
sería bueno examinar el acto por el cual un pueblo es tal pueblo; porque siendo
este acto necesariamente anterior al otro, es el verdadero fundamento de la
sociedad.
Cap. 6. Del pacto social. Ahora bien, como los hombres no pueden
engendrar nuevas fuerzas sino unir y dirigir las que existen, no tienen otro
medio de conservarse que formar por agregación una suma de fuerzas que pueda
exceder a la resistencia, ponerlas en juego por un solo móvil y hacerlas obrar
en armonía.
"Encontrar una forma de asociación
que defienda y proteja de toda fuerza común a la persona y a los bienes de cada
asociado, y por virtud de la cual cada uno, uniéndose a todos, no obedezca sino
a sí mismo y quede tan libre como antes." Tal es el problema fundamental,
al cual da solución el Contrato
social.
Estas cláusulas, debidamente entendidas,
se reducen todas a una sola, a saber: la enajenación total de cada asociado con
todos sus derechos a toda la humanidad. "Cada uno de nosotros pone en
común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad
general, y nosotros recibimos además a cada miembro como parte indivisible del
todo." Este acto produce inmediatamente, en vez de la persona particular
de cada contratante, un cuerpo moral y colectivo, compuesto de tantos miembros
como votos tiene la asamblea, el cual recibe de este mismo acto su unidad, su
yo común, su vida y su voluntad. Esta persona pública que así se forma, por la
unión de todos los demás, tomaba en otro tiempo el nombre de ciudad y toma ahora el de república o de cuerpo político, que es llamado por
sus miembros Estado, cuando es
pasivo; soberano, cuando es
activo; poder, al compararlo a
sus semejantes; respecto a los asociados, toman colectivamente el nombre de pueblo, y se llaman en particular ciudadanos, en cuanto son participantes
de la autoridad soberana, y súbditos, en
cuanto sometidos a las leyes del Estado.
Cap. 7. Del soberano.
Se ve por esta fórmula que el acto de asociación encierra un compromiso
recíproco del público con los particulares, y que cada individuo, contratando,
por decirlo así, consigo mismo, se encuentra comprometido bajo una doble
relación, a saber: como miembro del soberano, respecto a los particulares, y
como miembro del Estado, respecto al soberano. No hay ni puede haber ninguna
especie de ley fundamental obligatoria para el cuerpo del pueblo, ni siquiera
el contrato social. Lo que no significa que este cuerpo no pueda comprometerse
por completo con respecto a otro. Por tanto, el deber, el interés, obligan
igualmente a las dos partes contratantes a ayudarse mutuamente. Ahora bien; no
estando formado el soberano sino por los particulares que lo componen, no hay
ni puede haber interés contrario al suyo. El soberano, sólo por ser lo que es,
es siempre lo que debe ser.
Por tanto, a fin de que este pacto social no
sea una vana fórmula, encierra tácitamente este compromiso: que sólo por sí
puede dar fuerza a los demás, y que quienquiera se niegue a obedecer la
voluntad general será obligado a ello por todo el cuerpo. Esto no significa
otra cosa sino que se le obligará a ser libre, pues es tal la condición, que
dándose cada ciudadano a la patria le asegura de toda dependencia personal;
condición que constituye el artificio y el juego de la máquina política y que
es la única que hace legítimos los compromisos civiles, los cuales sin esto
serían absurdos, tiránicos y estarían sujetos a los más enormes abusos.
Cap. 8. Del estado
civil.
Este tránsito del estado de naturaleza al estado civil
produce en el hombre un cambio muy notable, al sustituir en su conducta la
justicia al instinto y al dar a sus acciones la moralidad que antes les
faltaba. El hombre se ve obligado a obrar según otros principios y a consultar
su razón antes de escuchar sus inclinaciones.
Reduzcamos todo este balance a términos fáciles: lo que el
hombre pierde por el contrato social es su libertad natural y un derecho
ilimitado a todo cuanto le apetece y puede alcanzar: lo que gana es la libertad
civil y la propiedad de todo lo que posee. Para no equivocarse en estas
complicaciones es preciso distinguir la libertad natural, que no tiene más
límite que las fuerzas del individuo, de la libertad civil, que está limitada
por la voluntad general.
Libro 2 (Sobre la soberanía)
Cap.
1. La soberanía es inalienable.
La primera y más importante consecuencia de los principios anteriormente
establecidos es que la voluntad general puede dirigir por sí sola las fuerzas
del Estado según el fin de su institución, que es el bien común. Digo, pues, que no siendo la soberanía sino el ejercicio de
la voluntad general, no puede enajenarse jamás, y el soberano, que no es
sino un ser colectivo, no puede ser representado más que por sí mismo: el poder
es susceptible de ser transmitido, mas no la voluntad. En casos de silencio
universal, se debe presumir el consentimiento del pueblo.
Cap. 2. La soberanía es
indivisible. Por la misma
razón que la soberanía no es enajenable es indivisible; porque la voluntad es
general o no lo es. Mas no pudiendo nuestros políticos dividir la soberanía en
su principio, la dividen en su objeto. Este error procede de no haberse formado
noción exacta de la autoridad soberana. Para que una voluntad sea general, no
siempre es necesario que sea unánime; pero es preciso que todas las voces sean
tenidas en cuenta: una exclusión formal rompe la generalidad.
Cap. 3. De si la
voluntad general puede errar. Se sigue de todo lo que precede que la voluntad general es
siempre recta y tiende a la utilidad pública; pero no que las deliberaciones
del pueblo ofrezcan siempre la misma rectitud. Nunca se corrompe al pueblo;
pero frecuentemente se le engaña. Hay, con frecuencia, bastante diferencia
entre la voluntad de todos y la voluntad general.
Finalmente, cuando una de estas asociaciones es tan
grande que excede a todas las demás, no tendrá como resultado una suma de pequeñas
diferencias, sino una diferencia única; entonces no hay ya voluntad general, y
la opinión que domina no es sino una opinión particular. Importa, pues, para
poder fijar bien el enunciado de la voluntad general, que no haya ninguna
sociedad parcial en el Estado y que cada ciudadano opine exclusivamente según
él mismo.
Cap. 4. De los límites del poder soberano. De igual modo que la Naturaleza da a cada
hombre un poder absoluto sobre sus miembros, así el pacto social da al cuerpo
político un poder absoluto sobre todo lo suyo. Este mismo poder es el que,
dirigido por la voluntad general, lleva el nombre de soberanía.
Pero además de la persona pública, tenemos
que considerar las personas privadas que la componen, y cuya vida y libertad
son naturalmente independientes de ella. Se trata, pues, de distinguir bien los
derechos respectivos de los ciudadanos y del soberano, así como los deberes que
tienen que llenar los primeros, en calidad de súbditos del derecho natural,
cualidad de que deben gozar por el hecho de ser hombres. Sólo el soberano es
juez para apreciarlo.
Cuantos servicios pueda un ciudadano prestar al Estado se
los debe prestar en el acto en que el soberano se los pida; pero éste, por su
parte, no puede cargar a sus súbditos con ninguna cadena que sea inútil a la
comunidad. Los compromisos que nos ligan al cuerpo social no son obligatorios
sino porque son mutuos. La voluntad general, para ser verdaderamente tal, debe
serlo en su objeto tanto como en su esencia. Se debe concebir, por
consiguiente, que lo que generaliza la voluntad es menos el número de votos que
el interés común que los une.
Se llegará siempre a la misma conclusión, a saber: que el
pacto social establece entre los ciudadanos una igualdad tal, que se
comprometen todos bajo las mismas condiciones y, por tanto, que deben gozar
todos los mismos derechos. ¿Qué es propiamente un acto de soberanía? No es, en
modo alguno, una convención del superior con el inferior, sino una convención
del cuerpo con cada uno de sus miembros; convención legítima, porque tiene por
base el contrato social; equitativa, porque es común a todos; útil, porque no
puede tener más objeto que el bien general.
De aquí se deduce que el poder soberano, por muy absoluto,
sagrado e inviolable que sea, no excede, ni puede exceder, de los límites de
las convenciones generales. Todos tienen que combatir, en caso de necesidad,
por la patria, es cierto; pero, en cambio, no tiene nadie que combatir por sí.
Cap. 5. Del derecho
de vida y de muerte. Todo hombre tiene derecho a arriesgar su propia vida para
conservarla. El contrato social tiene por fin la conservación de los
contratantes. Quien quiere conservar su vida a expensas de los demás debe darla
también por ellos cuando sea necesario (acá hay una diferencia con Hobbes,
donde hay un principio de individualidad más fuerte: el Estado me puede matar
pero no me puede decir que me mata).
"Es indispensable para el Estado que
mueras", ya que su vida no es tan sólo una merced de la Naturaleza , sino un don
condicional del Estado (el Estado garantiza mi vida: es un don. Se crea el
Estado artificialmente para hacerlo donatario de la vida. El modelo estatal
replica el modelo religioso: Dios es el donatario).
En este pacto, lejos de disponer de la propia vida, no se piensa sino
en darle garantías. Por lo demás, todo malhechor, deja de ser miembro de ella
al violar las leyes, y hasta le hace la guerra. Entonces la conservación del
Estado es incompatible con la suya; es preciso que uno de los dos perezca, y
cuando se hace morir al culpable, es menos como ciudadano que como enemigo.
Entonces el derecho de la guerra es matar al vencido. En
un Estado bien gobernado hay pocos castigos, no porque se concedan muchas
gracias, sino porque hay pocos criminales; la excesiva frecuencia de crímenes
asegura su impunidad cuando el Estado decae.
Cap. 6. De la ley. Mediante el pacto social hemos dado
existencia y vida al cuerpo político. Toda justicia viene de Dios. Sólo Él es
la fuente de ella, mas si nosotros supiésemos recibirla, no tendríamos
necesidad ni de gobierno ni de leyes. Son necesarias, pues, convenciones y
leyes para unir los derechos a los deberes y llevar la justicia a su objeto. En
el estado de naturaleza, en que todo es común, nada debo a quien nada he
prometido. No ocurre lo mismo en el estado civil, en que todos los derechos
están fijados por la ley. La materia sobre la cual se
estatuye es general, de igual suerte que lo es la voluntad que estatuye. A este
acto es al que yo llamo una ley.
Cuando digo que el objeto de las leyes es siempre general, entiendo que
la ley considera a los súbditos en cuantos cuerpos y a las acciones como
abstractos: nunca toma a un hombre como individuo ni una acción particular. En
una palabra, toda función que se relacione con algo individual no pertenece al
poder legislativo (las leyes son actos de la voluntad
general, ni el príncipe está sobre las leyes).
Llamo, pues, república a todo Estado regido por leyes, sea
bajo la forma de administración que sea; porque entonces solamente gobierna el
interés público. Todo gobierno legítimo es republicano. El pueblo sometido a
las leyes debe ser su autor. El pueblo, de por sí, quiere siempre el bien; pero
no siempre lo ve.
Es preciso obligar a los unos a conformar
sus voluntades a su razón; es preciso enseñar al otro a conocer lo que quiere.
Entonces, de las luces públicas resulta la unión del entendimiento y de la
voluntad en el cuerpo social; de aquí el exacto concurso de las partes y, en
fin, la mayor fuerza del todo. He aquí de dónde nace la necesidad de un
legislador.
Cap. 7. Del legislador. Aquel que ose emprender la obra de instituir
un pueblo, debe sentirse en estado de cambiar la naturaleza humana, de
transformar a cada individuo, que por sí mismo es un todo perfecto y solitario,
en parte de un todo más grande. Es preciso, en una palabra, que quite al hombre
sus fuerzas propias para darle otras que le sean extrañas, y de las cuales no
pueda hacer uso sin el auxilio de otro. Mientras más muertas y anuladas queden
estas fuerzas, más grandes y duraderas son las adquiridas y más sólida y
perfecta la institución; de suerte que si cada ciudadano no es nada, no puede
nada sin todos los demás, y si la fuerza adquirida por el todo es igual o
superior a la suma de fuerzas naturales de todos los individuos, se puede decir
que la legislación se encuentra en el más alto punto de perfección que es capaz
de alcanzar. Según el pacto fundamental, no hay más
que la voluntad general que obligue a los particulares.
Así se encuentra a la vez, en la obra de la
legislación, dos cosas que parecen incompatibles: una empresa que está por
encima de la fuerza humana y, para ejecutarla, una autoridad que no es nada. Así, pues, no pudiendo emplear el legislador ni la fuerza
ni el razonamiento, es de necesidad que recurra a una autoridad de otro orden,
que pueda arrastrar sin violencia y persuadir sin convencer (figura
carismática).
Unidad I: Práctico N° 2 (Lunes 14 y Miércoles 16 de abril)
Rousseau, Jean-Jacques; Del contrato social, Alianza, Madrid,
1989. Libros I hasta Cap.VII del Libro II.
Objetivos y
estructura base
La clase tiene dos objetivos: presentar
la diferencia entre un pensamiento legitimista por oposición a uno
trascendentalista, y hacer una hipótesis explicativa de ese tránsito. En ambos
objetivos se discuten dos tesis de Carracedo: a) el legitimismo no es
exactamente una tercera corriente, sino más bien un neo-trascendentalismo; b)
el tránsito de un trascendentalismo a un legitimismo no se hace como una
especie de superación sintética de la oposición entre trascendentalismo y
realismo, sino que surge al interior de la tensión histórica entre
constitucionalismo y radicalismo democrático.
La primera parte de la clase
apunta a demostrar la ausencia de un fundamento iusnaturalista de tipo
lockeano. No hay derecho o ley natural en ese sentido, ni relación del Contrato
con un a priori de ese tipo: la salida es fortuita, el objetivo es sólo
multiplicar fuerza y libertad. Libertad positiva, soberanía popular absoluta y
radicalismo democrático.
La segunda parte es discutir
las inconsistencias de la figura del Legislador y la religión cívica (propias
de un trascendentalismo). Se presentan como intento inconsistente de limitar el
radicalismo democrático.
La tercera presenta el modo
en que el radicalismo democrático encuentra (más allá y después de Rousseau)
una limitación trascendente adecuada a sí mismo: el legitimismo. El a priori por las condiciones y reglas
formales para la producción de orden impersonal. Se rastrean en Rousseau.
·
Rousseau: “Discurso sobre el origen de la
desigualdad entre los hombres” (1754)
Segunda parte
El primer hombre a quien, cercando un terreno, se lo ocurrió decir
“esto es mío” y halló gentes bastante simples para creerle fue el verdadero
fundador de la sociedad civil, pues la idea de propiedad, no se formó de golpe;
fueron necesarios ciertos progresos, adquirir ciertos conocimientos y cierta
industria, transmitirlos y aumentarlos de época en época, antes de llegar a ese
último límite del estado natural.
El primer sentimiento del hombre fue el de su existencia; su primer
cuidado, el de su conservación. Pronto surgieron dificultades; hubo que
aprender a vencerlas.
A medida que se extendió el género humano, los trabajos se
multiplicaron. La diferencia de los terrenos, de los climas, de las estaciones.
Exigieron de ellos una nueva industria. Produjeron en él una especie de
reflexión o más bien una prudencia maquinal, que le indicaba las precauciones
más necesarias a su seguridad. Las nuevas luces que resultaron de este
desenvolvimiento aumentaron su superioridad sobre los demás animales. Instruido
por la experiencia de que el amor del bienestar es el único móvil de las
acciones humanas, pudo distinguir las ocasiones en que debía contar con la
ayuda de sus semejantes, y aquellas otras en que la concurrencia debía hacerle
desconfiar de ellos. He aquí cómo los hombres pudieron adquirir cierta idea
rudimentaria de compromisos mutuos lejos de preocuparse de un lejano futuro
Semejantes relaciones no exigían un lenguaje mucho más refinado. Estos
primeros progresos pusieron al hombre en estado de hacer otros más rápidos.
Cuanto más se esclarecía el espíritu más se perfeccionaba la industria. Fue la
época de una primera revolución, que originó el establecimiento y la
diferenciación de las familias e introdujo una especie de propiedad, de la cual
nacieron ya entonces no pocas discordias y luchas. El hábito de vivir juntos
hizo nacer los más dulces sentimientos conocidos de los hombres: el amor
conyugal y el amor paternal. Cada familia fue una pequeña sociedad. Entonces
fue cuando se estableció la primera diferencia en el modo de vivir de los dos
sexos, que hasta entonces habían vivido de la misma manera. Las mujeres se
hicieron más sedentarias y se acostumbraron a cuidar de los hijos mientras el
hombre iba a buscar la común subsistencia. Pero si cada individuo separadamente
se halló menos capaz de combatir a las fieras, fue en cambio más fácil reunirse
para una resistencia común. En este nuevo estado, llevando una vida simple y
solitaria, con necesidades muy limitadas y los instrumentos que habían
inventado para atenderlas, los hombres gozaban de una extremada ociosidad, que
emplearon en procurarse diversas comodidades que sus padres no habían conocido.
Se concibe que entre hombres reunidos de ese modo y forzados a vivir juntos debió
de formarse un idioma común, más bien que entre los que erraban libremente en
los bosques.
Todo empieza a cambiar de aspecto. Los hombres habiendo adquirido una
situación más estable, van relacionándose lentamente y forman en cada región
una nación particular, unida en sus costumbres y caracteres, no por reglamentos
y leyes, sino por el mismo género de vida y de alimentación y por la influencia
del clima.
Cada cual empezó a mirar a los demás y a querer ser mirado él mismo, y
la estimación pública tuvo un precio. Aquel que mejor cantaba, el más hermoso o
el más fuerte fue el más considerado; y éste fue el primer paso hacia la
desigualdad. De estas primeras preferencias nacieron, por una parte, la vanidad
y el desprecio; por otro, la vergüenza y la envidia. Las venganzas fueron
terribles.
He ahí el grado a que había llegado la mayoría de los pueblos salvajes
que nos son conocidos. Mas, por no haber distinguido suficientemente las ideas
y observado cuán lejos se hallaban ya esos pueblos del estado natural, algunos
se han precipitado a sacar la conclusión de que el hombre es naturalmente cruel
y que es necesaria la autoridad para dulcificarlo. Según el axioma del sabio
Locke, no puede existir agravio donde no hay propiedad.
Pero es preciso señalar que la sociedad empezada y las relaciones ya
establecidas entre los hombres exigían de éstos cualidades diferentes de las
que poseían por su constitución primitiva; que, empezando a introducirse la moralidad en las acciones humanas
y siendo cada uno, antes de las leyes, único juez y vengador de las ofensas
recibidas, la bondad que convenía al puro estado de naturaleza no era la que
convenía a la sociedad naciente; era necesario que los castigos fueran más
severos a medida que las ocasiones de ofender eran más frecuentes. Cuanto más
se reflexiona, mejor se comprende que este estado era el menos sujeto a las
revoluciones, el mejor para el
hombre, del cual no ha debido salir sino por algún funesto azar.
Y que todos los progresos ulteriores han sido, en apariencia, otros
tantos pasos hacia la perfección del
individuo; en realidad, hacia la decrepitud de la especie. Pero desde el
instante en que mi hombre tuvo necesidad de la ayuda de otro; desde que se
advirtió que era útil a uno solo poseer provisiones por dos, la igualdad
desapareció, se introdujo la propiedad, el trabajo fue necesario y los bosques
inmensos se trocaron en campiñas que
fue necesario regar con el sudor de los hombres y en las cuales se vio bien
pronto germinar y crecer con las cosechas la esclavitud y la miseria.
La metalurgia y la agricultura fueron las dos artes cuyo
desenvolvimiento produjo esta gran revolución. Los demás pueblos parece que
siguieron bárbaros mientras no practicaron más que una sola de estas artes.
La invención de las otras artes fue, por tanto, necesaria para forzar
al género humano a dedicarse a la agricultura. En cuanto hubo necesidad de
hombres para fundir y forjar el hierro, fueron necesarios otros que los
alimentaran. Y como unos necesitaron alimentos en cambio de su hierro, los
otros descubrieron el secreto de emplear el hierro para multiplicar los
alimentos. De aquí nacieron, por una parte, el cultivo y la agricultura; por otra, el arte de
trabajar los metales y multiplicar sus usos.
Del cultivo de las tierras resultó necesariamente su reparto, y de la
propiedad, una vez reconocida, las primeras reglas de justicia, porque para dar
a cada cual lo suyo es necesario que cada uno pueda tener alguna cosa. Es imposible concebir la idea de
la propiedad naciente de otro modo que por la mano de obra, pues no se
comprende que para apropiarse las cosas que no ha hecho pudiera el hombre poner
más que su trabajo. El reparto de las
tierras había producido una nueva especie de derecho, es decir, el derecho de
propiedad, diferente del que resulta de la ley natural.
En esta situación, las cosas hubieran podido permanecer iguales si las
aptitudes hubieran sido iguales, y si, por ejemplo, el empleo del hierro y el
consumo de los productos alimenticios hubieran guardado un equilibrio exacto.
De este modo, la desigualdad natural se desenvuelve. He aquí este nuevo
orden de cosas, con todas nuestras facultades desarrolladas puestas en acción,
no sólo en lo que se refiere a la cantidad de bienes y al poder de servir o perjudicar,
sino en cuanto al espíritu, la belleza, la fuerza o la destreza, el mérito y
las aptitudes.
Por otra parte, de libre e independiente que era antes el hombre, se ve
ahora por una multitud de nuevas necesidades sometido.
En fin, la ambición, la pasión por aumentar su fortuna, menos por una
verdadera necesidad que para elevarse por encima de los demás, inspira a todos
los hombres una inclinación a perjudicarse mutuamente, una secreta envidia,
tanto más peligrosa cuanto que, para herir con más seguridad, toma con
frecuencia la máscara de la benevolencia; en una palabra: de un lado,
competencia y rivalidad; de otro, oposición de intereses, y siempre el oculto
deseo de buscar su provecho a expensas de los demás. Todos estos males son el
primer efecto de la propiedad y de la desigualdad naciente.
Entre el derecho del más fuerte y el del primer ocupante alzábase un
perpetuo conflicto, que no se terminaba sino por combates y crímenes. La
naciente sociedad cedió la plaza al más horrible estado de guerra.
Nota: Separándose de la teoría de Hobbes de la guerra de todos contra
todos -origen del contrato entre los miembros de la sociedad- Rousseau sitúa la
guerra fuera de la naturaleza humana. Cuando se produce, el hombre está ya
“desnaturalizado”, aunque la sociedad civil no haya nacido: es la propiedad la
causa de la guerra.
Los ricos debieron comprender cuán desventajoso era para ellos una
guerra perpetua, nadie podía hallar seguridad ni en la pobreza ni en la
riqueza. Tal debió ser el origen de la sociedad y de las leyes, que dieron
nuevas trabas al débil y nuevas fuerzas al rico, aniquilaron para siempre la
libertad natural, fijaron para la ley de la propiedad y de la desigualdad,
hicieron de una usurpación un derecho irrevocable, y, para provecho de unos
cuantos ambiciosos, sujetaron a todo el género humano al trabajo, a la
servidumbre y a la miseria. Fácilmente se ve cómo el establecimiento de una
sola sociedad hizo indispensable el de todas las demás, y de qué manera, para
hacer frente a fuerzas unidas, fue necesario unirse a la vez. Convertido así el
derecho civil en la regla común de todos los ciudadanos se vio en fin a los
hombres exterminarse sin saber porqué.
El naciente gobierno no tuvo forma regular y constante. El estado
político permaneció siempre imperfecto porque era en gran parte la obra del
azar y mal empezado.
La sociedad no consistió al principio más que en algunas convenciones
generales que todos los particulares se comprometían a observar. Fue preciso
que los contratiempos y los desórdenes menudeasen continuamente, para que al
fin se pensara en confiar a algunos particulares el peligroso depósito de la
autoridad pública y se encargara a ciertos magistrados el cuidado de hacer
observar las deliberaciones del pueblo. Los pueblos se han dado jefes para defender su libertad y no para
oprimirlos
En lugar de decir que la sociedad civil se deriva del poder paternal,
sería necesario decir, al contrario, que es de ella de quien ese poder tiene su
principal fuerza (“me importa mucho que no se abuse de mi libertad”).
Además, siendo el derecho de propiedad de institución humana, cada uno
puede disponer a su antojo de aquello
que posee; pero no sucede lo mismo con los dones esenciales de la naturaleza,
como la vida y la libertad, de los cuales le está permitido a cada uno gozar,
mas de los que nadie tiene el derecho de despojarse.
Pero aunque se pudiera enajenar la libertad como los bienes propios, la
diferencia sería muy grande en cuanto a los hijos, que no disfrutan de los bienes
del padre sino por la transmisión de su derecho, mientras que siendo la
libertad un don que han recibido de la naturaleza en su calidad de hombres, sus
progenitores no tienen ningún derecho a despojarlos de ella.
Considero aquí la fundación del cuerpo político como un verdadero
contrato entre los pueblos y los jefes que eligió para su gobierno, contrato
por el cual se obligan las dos partes a la observación de las leyes que en él
se estipulan y que constituyen los vínculos de su unión. E pueblo, a propósito
de las relaciones sociales, reunió todas sus voluntades en una sola.
Este poder se extiende a todo lo que puede mantener la constitución
pues como la magistratura y sus derechos descansaban solamente sobre las leyes
fundamentales, si éstas eran destruidas los magistrados dejaban de ser
legítimos y el pueblo dejaba de deberles obediencia, y como la esencia del
Estado no estaría constituida por el magistrado, sino por la ley, cada cual
recobraría de derecho su libertad natural.
Si no existía un poder superior que pudiera responder de la fidelidad
de los contratantes ni forzarlos a cumplir sus compromisos recíprocos, las
partes serían los únicos jueces de su propia causa y cada una tendría el
derecho de rescindir el contrato tan pronto como advirtiera que la otra
infringía las condiciones, o bien cuando éstas dejaran de convenirle. Sobre
este principio parece que puede estar fundado el derecho de abdicar.
Las diversas formas de gobierno deben su origen a las diferencias más o
menos grandes que existían entre los particulares en el momento de su
institución. ¿Había un hombre eminente en poder, en virtud, en riqueza o en
crédito? Ese solo fue elegido magistrado, y el Estado fue monárquico. ¿Había
algunos, aproximadamente iguales entre sí, que excedieran a todos los demás?
Fueron elegidos conjuntamente, y hubo una aristocracia. Aquellos cuya fortuna o
cuyos talentos eran menos desproporcionados y que menos se habían apartado del
estado natural guardaron en común la administración suprema y constituyeron una
democracia. El tiempo experimentó cuál de esas formas era la más ventajosa para
los hombres.
La ambición de los poderosos aprovechó estas circunstancias para
perpetuar sus cargos en sus familias; el pueblo, acostumbrado ya a la
dependencia, al reposo y a las comodidades de la vida, incapacitado ya para
romper sus hierros, consintió la agravación de su servidumbre para asegurar su
tranquilidad.
Si seguimos el progreso de la desigualdad a través de estas diversas
revoluciones, hallaremos que el establecimiento de la ley y del derecho de
propiedad fue su primer término; el segundo, la institución de la magistratura; el tercero y último, la
mudanza del poder legítimo en poder arbitrario; de suerte que el estado de rico
y de pobre fue autorizado por la primer época; el de poderoso y débil, por la
segunda; y por la tercera,
el de señor y esclavo, que es el último grado de la desigualdad y el
término a que conducen en fin todos los otros, hasta que nuevas renovaciones
disuelven por completo el gobierno.
Un país en que nadie eludiera el cumplimiento de las leyes ni nadie
abusara de la magistratura no tendría necesidad ni de magistrados ni de leyes.
Las distinciones políticas engendran necesariamente las diferencias civiles.
Probaría, en fin, que si se ve a un puñado de poderosos y ricos en la
cima de las grandezas y de la fortuna, mientras la muchedumbre se arrastra en
la oscuridad y en la miseria, es porque los primeros no aprecian las cosas de
que disfrutan sino porque los otros están privados de ellas, y que, sin cambiar
de situación, dejarían de ser dichosos si el pueblo dejara de ser miserable.
La más ciega obediencia es la única virtud que les queda a los
esclavos. Éste es el último término de la desigualdad, el punto extremo que
cierra el círculo y toca el punto de donde hemos partido. Aquí es donde los particulares vuelven a ser iguales,
porque ya no son nada, aquí todo se reduce a la sola ley del más fuerte, y, por
consiguiente, a un nuevo estado de naturaleza diferente de aquel por el cual
hemos empezado, en que este último era el estado natural en su pureza y otro es
el fruto de un exceso de corrupción.
Pero tan poca diferencia hay, por otra parte, entre estos dos estados,
y de tal modo el contrato de gobierno ha sido aniquilado por el despotismo, que
el déspota sólo es el amo mientras es el más fuerte.
Tal es, en efecto, la verdadera causa de todas esas diferencias; el
salvaje vive en sí mismo; el hombre sociable, siempre fuera de sí, sólo sabe
vivir según la opinión de los demás, y, por así decir, sólo del juicio ajeno
deduce el sentimiento de su propia existencia.
He intentado explicar el origen y el desarrollo de la desigualdad, la
fundación y los abusos de las sociedades políticas. De esta exposición se
deduce que la desigualdad, siendo casi nula en el estado de naturaleza, debe su fuerza y su acrecentamiento al
desarrollo de nuestras facultades y a los progresos del espíritu humano y se
hace al cabo legítima por la institución de la propiedad y de las leyes.
Dedúcese también que la desigualdad
moral es contraria al derecho natural.
Para pensar los textos de Hobbes y Rousseau:
Qué es soberanía? Y poder
soberano? Para Rousseau es la voluntad gral. La pregunta es: por qué los
hombres están juntos?
En Hobbes, la igualdad es entre
todos los súbditos y no con el soberano. La condición de igualdad es que
entreguemos las armas y así quedemos efectivamente iguales (acá tiene sentido
el hecho de firmar un contrato. Somos iguales de firmar un contrato porque
estamos despojados de todos).
El contrato plasmaría el pasaje
hombre–ciudadano / multitud–pueblo.
Hobbes está orientado a la
monarquía. Rousseau, al parlamento. Con la monarquía parlamentaria habría una
doble representación del pueblo: por un lado con el rey y por el otro con los
diputados. Y esto es lo que no aconseja Hobbes.
El bien común es la conservación
de la vida.
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