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Teorías del Estado - Carracedo - Resúmenes

Teorías del Estado – Bosoer - Resumen Unidad 2 obligatoria: “Definición de lo político. El problema de la obligación y su legitimidad en la filosofía política”.

·        José Rubio Carracedo: “Paradigmas de la política. Del Estado justo al Estado legítimo”.

La naturaleza, formas y condiciones de la obligación política es el objetivo principal de la filosofía política. Históricamente, se han dado dos grandes escuelas de pensamiento político: la legitimista, según la cual el poder se justifica únicamente por el objetivo último ético-educativo de la sociedad civil, y la realista, según la cual el poder se autolegitima como tal y posee su lógica enteramente autónoma y específica. La filosofía política se sitúa entre la confluencia o discrepancia de ambas tradiciones.
1. La herencia de dos tradicionales: legitimismo y realismo políticos
La filosofía política surge del enfrentamiento entre el convencionalismo naturalista de los sofistas griegos, que rechazan la legitimación religiosa tradicional del poder, y la reacción legitimista-racionalista de Platón. Según el autor, el problema de la obligación política es análogo, pero nunca idéntico, al de la obligación moral: ¿por qué he de ser moral?, ¿por qué he de obedecer al Estado? La cuestión queda abierta a diferentes tipos de justificación de acuerdo al enfoque planteado: si el poder de autolegitima o si precisa de ciertas condiciones (consenso libre y racional por parte de los ciudadanos) y límites (los establecidos en el “contrato social”) para su legitimación.

Según Quintón, habría tres tipos de justificación. La primera se basaría en la naturaleza intrínseca del Estado y sería la adoptada por el “tradicionalismo”, que se fundamenta en formas más o menos secularizadas del derecho divino del poder estatal. La segunda por el contrario justifica el Estado por referencia a los propósitos que sirve o a las consecuencias beneficiosas del poder estatal; sería el “contrato social” (Hobbes, seguridad y Locke, derechos y propiedad). Y la tercera, se basaría en teorías “orgánicas” del Estado, que se oponen a las anteriores al propugnar una relación entre el Estado y los ciudadanos. Ejemplo de esto serían Rousseau y Hegel: el Estado encarna la voluntad general en cuando voluntad por lo público y común frente a la voluntad particular, egoísta y privada.

Carracedo dice que el enfoque de Quintón no acierta a ver que el tercer tipo de justificación comparte en realidad con las del primer tipo su fundamentación. No hay razón pues para convertir el esquema bipartito comúnmente admitido en uno tripartito.

Según García Pelayo, en el enfoque bipartito, uno ve la política como un despliegue en la tensión y el otro como una realidad a superar a fin de encontrar un cierto orden de convivencia que le daría sentido al fluir de la vida política. Y este esquema bipartito a su vez ha creado dos imágenes respecto de la naturaleza de la política: la politica como lucha y la política como orden. También, a cada imagen le corresponde una concepción antropológica contrapuesta: la idea del hombre como ser radicalmente egoísta y la idea del hombre como ser sociable. Y por último, a cada una le corresponde una concepto distinto del poder: para la primera, el poder se describe como lucha incesante, mientas que para la segunda la política tiende a la paz y gira en torno al concepto de justicia, que se entiende primeramente como orden natural y posteriormente como un orden justo construido por la razón. En consecuencia, García Pelayo cree posible clasificar todas las teorías políticas propuestas entre estas dos concepciones límites o tipos polares, ya que todas tienden a integrar los seis momentos: lucha-paz, poder-justicia, voluntad-razón.

Recorrido histórico de la concepción política: En el mundo clásico la concepción política conforme al eje lucha-poder-voluntad fue defendida por los sofistas e historiadores, mientas que los filósofos se adhirieron al eje paz-justicia-razón. En la Edad Media esta última tendencia fue hegemónica. Con el renacimiento y hasta finales del siglo XVII triunfa la política como poder, desde Maquiavelo hasta Hobbes, mientras que en el siglo XVIII asistimos al auge del iusnaturalismo y su apuesta por un orden natural, justo y racional sobre el que basa el poder su legitimidad, prolongado por Locke y Rousseau en diferentes versiones. En el siglo XIX, la disyunción se complica con el triunfo del positivismo y del liberalismo por un lado, y del idealismo y del socialismo por el otro, aunque no falten casos de difícil clasificación como el de Marx. En el siglo XX ha sido hegemónica la concepción lucha-poder-voluntad, a partir de la disolución de los planteamientos idealistas y románticos por un lado y el descrédito de las utopías socialistas por el otro. Max Weber fue quizás su mejor intérprete y generaliza su concepto del Estado como detentador legítimo del monopolio de la coerción aunque admita una triple legitimidad (carismática, tradicional y racional). También ha surgido una concepción legitimista alrededor del concepto de justicia (Welfare State) y otras propuestas de la ”nueva izquierda” que reivindican una democracia más participativa, inspirados directamente en Rousseau.


2. Del Estado justo a la legitimidad del Estado
La cuestión de la justificación de la obligación política remite a una cuestión más profunda: Cómo se legitima la coercitividad estatal? Como los problemas de la legitimidad no son algo específico de la modernidad, puede decirse que junto con la aparición del Estado surgió su “pretensión de legitimidad”, esto es, su búsqueda de reconocimiento mediante la garantía que ofrece de mantener la identidad y la integración social vía normativa y coercitiva.

Fue Hobbes quien abrió la vía contractualista al insistir sobre el carácter artificial (pactado) de la sociedad civil: del convenio surgen la justicia y la legalidad, inexistentes en el estado natural, aunque la garantía final es exterior al pacto: es el soberano el único depositario de la coercitividad efectiva y ese es el precio de la seguridad. Locke, en cambio, resucita la tesis de la sociabilidad, de modo que el contrato social únicamente aportaba la sanción legal y su publicidad.

Rousseau compartía con Locke y los iusnaturalistas el presupuesto irrenunciable del consenso de los ciudadanos para la legitimidad del poder estatal, pero, como Hobbes, no precisa ni de la sociabilidad natural ni de la ley natural: le basta la normatividad procedimental de un contrato social entre hombres libres e iguales atentos a constituir un Estado. Tampoco Rousseau precisa de la coercitividad estatal como garantía última eficaz del pacto, pues le basta la normatividad libre y racionalmente pactada, esto es, la legalidad legitimada.
Para el autor, Rousseau no plantea el pacto social como un hecho sino como un constructo normativo (la voluntad gral. no es un hecho).
En Rousseau se observa la primera elaboración del “tipo procedimental de legitimación” ya que su formulación del contrato social significa un nuevo principio social: la regulación del comportamiento público por la justicia. Pero no es tanto una ruptura con el estado de naturaleza como su transmutación, ya que el contrato social viene a dar cumplimiento fiel en el estado civil del constructo normativo del estado natural. Tal es, en efecto, el sentido del contrato social rusoniano: entre ciudadanos libres e iguales los propios procedimientos y las propias premisas de la justificación integran a partir de ahora las razones legitimantes en las que se apoya la validez de las legitimaciones. Ello implica que se abandona el modelo de legitimación por el orden natural, religioso o tradicional para asumir un consenso deliberativo.

Sin embargo, en las discusiones sobre la democracia hasta la fecha, al hablar de Rousseau surge su problema de confundir un nivel de justificación de la dominación con los procedimientos de organización de la misma, es decir, confundir la legitimación democrática con el diseño de los procedimientos del ejercicio más directo posible de la soberanía popular, teniendo en cuenta que el mismo Rousseau fue siempre consciente de la distancia insalvable entre el modelo democrático (formación discursiva de la voluntad) y la realización efectiva de la democracia como régimen político: “la verdadera democracia ni ha existido ni existirá jamás” llegó a afirmar (aunque todo esto no le quita importancia al modelo inaugurado por Rousseau).
Está claro que los ciudadanos no van a la asamblea pública para adoptar ningún punto de vista trascendental, sino para deliberar sobre cuál sea la voluntad gral., esto es, el interés público (“¿Qué medida me beneficiará junto con los demás, en lugar de beneficiarme a costa de todos los demás?”).

(Para el autor, el modelo de la Ilustración no ha fracasado, sino que está plenamente en vigor, aunque con dificultades y atascos).

3. Paradigma del Estado legítimo
Parece claro entonces que el paradigma legitimista se constituyó básicamente en el siglo XVIII a través de la brecha contractualista abierta por Hobbes y mediante la superación de la cosmovisión iusnaturalista continuada por Locke y Montesquieu, y realizada sobre todo por Rousseau y Kant, es decir, por la Ilustración crítica.
Es posible que el paradigma legitimista (donde se concilian libertad y coerción legal, autonomía personal y autoridad estatal) pueda entenderse como heredero del estado justo, pero parece más exacto considerarlo como una síntesis del paradigma del estado justo y del realismo político. Para ello el autor se sirve de 10 indicadores:
1.      Concepción del poder
2.      Legitimación del poder
3.      Objetivo primordial del poder
4.      Referencia ética del poder
5.      Talante global
6.      División de poderes
7.      Valores políticos supremos
8.      Régimen político peculiar
9.      Planteamientos políticos
10.  Tipo de sociedad civil

1. Concepción del poder. El estado justo mantiene una concepción del poder netamente estatalista: el Estado lo es todo y la sociedad civil le debe obediencia. Por eso la sociedad política es la que vertebra a la sociedad civil y el papel del Estado llega a todos los ámbitos de la sociedad, a la que tiende a subordinar y suplantar más y más, hasta alcanzar el ámbito privado de las relaciones personales, la familia, la moral, el ocio, la cultura, la religión, etc.
En cambio, el realismo político insiste en una concepción minimalista del Estado en cuando agencia coercitiva protectora.
El estado legítimo, por su parte, intenta conjugar la libertad individual y civil con la autoridad estatal, regulando sus relaciones mutuas conforme a un orden constitucional consensuado. Respeta la autonomía del individuo, de la sociedad civil y del estado. Y lejos de limitarse al ejercicio del monopolio de la violencia legítima, es el promotor del interés público, el garante de los derechos humanos y el responsable de una distribución equitativa de los bienes primarios; pero deja a la iniciativa privada la promoción del ámbito privado.
La tendencia al Welfare State muestra una peligrosa gradiente hacia las concepciones del estado justo.

2. Legitimación del poder. El estado legítimo comparte con el estado justo la tesis de que el poder ni se autolegitima (por el éxito, la eficacia o la opinión social) ni es neutral, como pretende el realismo político. Por consiguiente, en éste, se sigue que de la neutralidad deriva la concepción instrumental del poder.
Para el estado justo, en cambio, el poder se legitima mediante su adecuación al orden cósmico-ontológico que está llamado a preservar. Y el en estado legítimo el poder ha de trocarse en autoridad estatal mediante el reconocimiento público de los ciudadanos. Queda claro que esta concepción carece de toda fundamentación teocrática, ontológica o iusnaturalista. Sólo puede ser válida una legitimidad democrática incesantemente renovada mediante el acuerdo libre y racional de los ciudadanos.

3. Objetivo primordial del poder. Para el estado justo, el objetivo primordial sólo puede ser el del cumplimiento de la justicia (en sentido ontológico, previo y superior a toda convención). Para el realismo político, no cabe otro objetivo que el del mantenimiento del poder según la lógica enteramente autónoma de la dominación, la cual justifica la utilización de cualquier método. Y para el estado legítimo no considera válido más poder que la autoridad estatal.

4. Referencia ética del poder. El estado justo sostiene un marco ético absoluto de naturaleza cósmica u ontológica. Sin embargo, en la práctica, sobre dicho marco se han apoyado tanto las dictaduras como las democracias, los totalitarismos como el despotismo ilustrado. El realismo político defiende la neutralidad ética del poder, no reconoce ningún marco. Y el estado legítimo reconoce un marco normativo (elaborado discursivamente) de justicia para la acción estatal.

5. Talante o actitud global. El estado justo idolatra al Estado, de ahí su proclividad al despotismo. El realismo político idolatra al poder, dado que el poder es un fin en sí mismo. Y el estado legítimo idolatra el orden constitucional, al que subordina tanto el poder estatal como la iniciativa ciudadana.

6. División de poderes. Mientras que el estado justo no puede admitir más que un poder estatal unitario, tanto si es individual como si es oligárquico, por la misma razón el realismo político tiende a potenciar el poder ejecutivo. En cambio, el estado legítimo privilegia necesariamente al legislativo.

7. Valores positivos supremos. En el estado justo, como era previsible, el valor político supremo se confiere a la obediencia a la ley, dado que el legislador es sabio, conoce el orden óptico o histórico, y lo plasma en la legislación. En el realismo político, los valores se atribuyen a la salvaguarda de la seguridad o libertad negativa, a cuyo fin se instituye un fuerte aparato legislativo-coercitivo y policial. Y el estado legítimo enfatiza en la reconciliación de la autonomía individual en la comunidad estatal.

8. Régimen político peculiar (uno de los indicadores más significativos). El estado justo tiende necesariamente a encarnarse en un régimen despótico-ilustrado, monárquico o aristocrático, pues siempre será un gobierno de “sabios” que conoce el orden inmutable de las cosas e intenta realizarlo. El realismo político está abocado a un régimen de dominación que puede revestir diferentes formas: autocracia, oligarquía, hasta incluso democracia representativa. El estado legítimo es compatible únicamente con un régimen democrático auténtico (representativo o participativo).

9. Planteamientos políticos. El estado justo muestra una propensión invencible a los planeamientos políticos abstractos a intemporales. El realismo político ha de instalarse en una perspectiva inversa: se encarna en fórmulas de contextualización estratégica. El estado legítimo se sitúa a medio camino entre ambos, está abocado a una contextualización legitimista.

10. Tipo de sociedad civil que propicia. El estado justo (hoy en los países del este e islámicos) propicia una sociedad civil como “comunidad” (razón comunicativa). El realismo político da lugar a sociedades civiles de tipo “asociación” regidas en exclusiva por una racionalidad estratégica. Y por último, el estado legítimo adopta también aquí una posición de síntesis, propiciando una sociedad civil de tipo mixto (racionalidad estratégica + racionalidad comunicativa) que se expresan a partir de una concepción autónoma del hombre tanto en sus dimensiones ético-políticas como económico-sociales.

Obviamente, concluye el autor, este planteamiento es mucho más normativo que real, pero constituye la utopía necesaria.


Rousseau: “Del contrato social” (1762)

El objetivo de su lectura es demostrar que la salida hacia el contrato social es fortuita, es decir, no hay un a priori ni un fundamento iusnaturalista de tipo lockeano, sino que se da mediante la multiplicación de fuerza y libertad. No hay derecho o ley natural.

Preguntas guías: Qué relación se establece entre fuerza y derecho? Cómo intervienen en esa relación la necesidad, la voluntad y la moralidad? Conceptos y argumentos para caracterizar la relación entre esclavitud y derecho. Razones del contrato social. Compararlas con las de Locke. Qué problema fundamental debe resolver el Contrato y mediante qué cláusula? Cómo describe el estado natural y cómo explica su salida? Comparar con Locke. Hacia qué orden se sale? Es legítimo? Cuáles son los límites del ejercicio de la soberanía? Comparar con Locke. Qué significa y por qué es inalienable e indivisible? Cuál es la condición para que la voluntad general no se equivoque? Cuál es su único límite? Cuál es el argumento que explica la necesidad de la generalidad de la ley en su objeto? Por qué la ley no es injusta ni va contra la libertad? Qué atributos debería tener el legislador? Qué contradicción hay en su figura? Cómo se relaciona con la presencia de la religión?

Resumen del texto (cap. 1-8 del Libro 1, cap. 1-7 del Libro 2)
Libro 1. Propósito del autor: Investigar si dentro del orden civil y considerando los hombres tal cual son y las leyes tal cual pueden ser, existe alguna fórmula de administración legítima y permanente.

Cap. 1. El hombre ha nacido libre pero por todas partes se encuentra encadenado.
¿Cómo se ha verificado este camino? Lo ignoro. El orden social es un derecho sagrado y sirve de base a todos los demás. Sin embargo, este derecho no viene de la Naturaleza; por consiguiente, está, pues, fundado sobre convenciones.

Cap. 2. De las primeras sociedades.
La más antigua de todas las sociedades, y la única natural, es la de la familia, aún cuando los hijos no permanecen unidos al padre sino el tiempo en que necesitan de él para conservarse. Esta libertad común es una consecuencia de la naturaleza del hombre. Su primera ley es velar por su propia conservación. La familia es, pues, si se quiere, el primer modelo de las sociedades políticas: el jefe es la imagen del padre; el pueblo es la imagen de los hijos, y habiendo nacido todos iguales y libres, no enajenan su Libertad sino por su utilidad.

Cap. 3. Del derecho del más fuerte.
El más fuerte no es nunca bastante fuerte para ser siempre el señor, si no transforma su fuerza en derecho y la obediencia en deber. Si es preciso obedecer por la fuerza, no se necesita obedecer por deber, y si no se está forzado a obedecer, no se está obligado. Se ve, pues, que esta palabra el derecho no añade nada a la fuerza. Todo poder viene de Dios, lo confieso; pero toda enfermedad viene también de Él. Convengamos, pues, que fuerza no constituye derecho, y, que no se está obligado a obedecer sino a los poderes legítimos.

Cap. 4. De la esclavitud.
Puesto que ningún hombre tiene una autoridad natural sobre sus semejantes y puesto que la Naturaleza no produce ningún derecho, quedan, pues, las convenciones como base de toda autoridad legítima entre los hombres.
Enajenar es dar o vender. Ahora bien; un hombre que se hace esclavo de otro no se da, sino que se vende, al menos, por su subsistencia; pero un pueblo, ¿por qué se vende? No hay que pensar en que un rey proporcione a sus súbditos la subsistencia, puesto que es él quien saca de ellos la suya. ¿Qué ganan, si esta tranquilidad misma es una de sus miserias? Un acto tal es ilegítimo y nulo por el solo motivo de que quien lo realiza no está en su razón. Decir de un pueblo esto mismo es suponer un pueblo de locos, y la locura no crea derecho.
Renunciar a la libertad es renunciar a la cualidad de hombres, a los derechos de humanidad e incluso a los deberes. Tal renuncia es incompatible con la naturaleza del hombre, e implica arrebatar toda moralidad a las acciones el arrebatar la libertad a la voluntad.

Es la relación de las cosas y no la de los hombres la que constituye la guerra. La guerra privada o de hombre a hombre no puede existir, ni en el estado de naturaleza, en que no existe ninguna propiedad constante, ni en el estado social, en que todo se halla bajo la autoridad de las leyes. La guerra no es, pues, una relación de hombre a hombre, sino una relación de Estado a Estado, en la cual los particulares sólo son enemigos incidentalmente, no como hombres, ni aun siquiera como ciudadanos, sino como soldados: no como miembros de la patria, sino como sus defensores. En fin, cada Estado no puede tener como enemigos sino otros Estados, y no hombres, puesto que entre cosas de diversa naturaleza no puede establecerse ninguna relación verdadera.
La guerra no da ningún derecho que no sea necesario a su fin. Afirmo que un esclavo hecho en la guerra, o un pueblo conquistado, sólo está obligado, para con su señor, a obedecerle en tanto que se siente forzado a ello. El derecho de esclavitud es nulo. Estas palabras, esclavo y derecho, son contradictorias: se excluyen mutuamente.

Cap. 5. Necesidad de retroceder a una convención primitiva.
Siempre habrá una gran diferencia entre someter una multitud y regir una sociedad. Antes de examinar el acto por el cual un pueblo elige a un rey sería bueno examinar el acto por el cual un pueblo es tal pueblo; porque siendo este acto necesariamente anterior al otro, es el verdadero fundamento de la sociedad.
Cap. 6. Del pacto social. Ahora bien, como los hombres no pueden engendrar nuevas fuerzas sino unir y dirigir las que existen, no tienen otro medio de conservarse que formar por agregación una suma de fuerzas que pueda exceder a la resistencia, ponerlas en juego por un solo móvil y hacerlas obrar en armonía.
"Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja de toda fuerza común a la persona y a los bienes de cada asociado, y por virtud de la cual cada uno, uniéndose a todos, no obedezca sino a sí mismo y quede tan libre como antes." Tal es el problema fundamental, al cual da solución el Contrato social.
Estas cláusulas, debidamente entendidas, se reducen todas a una sola, a saber: la enajenación total de cada asociado con todos sus derechos a toda la humanidad. "Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general, y nosotros recibimos además a cada miembro como parte indivisible del todo." Este acto produce inmediatamente, en vez de la persona particular de cada contratante, un cuerpo moral y colectivo, compuesto de tantos miembros como votos tiene la asamblea, el cual recibe de este mismo acto su unidad, su yo común, su vida y su voluntad. Esta persona pública que así se forma, por la unión de todos los demás, tomaba en otro tiempo el nombre de ciudad y toma ahora el de república o de cuerpo político, que es llamado por sus miembros Estado, cuando es pasivo; soberano, cuando es activo; poder, al compararlo a sus semejantes; respecto a los asociados, toman colectivamente el nombre de pueblo, y se llaman en particular ciudadanos, en cuanto son participantes de la autoridad soberana, y súbditos, en cuanto sometidos a las leyes del Estado.
Cap. 7. Del soberano.
Se ve por esta fórmula que el acto de asociación encierra un compromiso recíproco del público con los particulares, y que cada individuo, contratando, por decirlo así, consigo mismo, se encuentra comprometido bajo una doble relación, a saber: como miembro del soberano, respecto a los particulares, y como miembro del Estado, respecto al soberano. No hay ni puede haber ninguna especie de ley fundamental obligatoria para el cuerpo del pueblo, ni siquiera el contrato social. Lo que no significa que este cuerpo no pueda comprometerse por completo con respecto a otro. Por tanto, el deber, el interés, obligan igualmente a las dos partes contratantes a ayudarse mutuamente. Ahora bien; no estando formado el soberano sino por los particulares que lo componen, no hay ni puede haber interés contrario al suyo. El soberano, sólo por ser lo que es, es siempre lo que debe ser.
Por tanto, a fin de que este pacto social no sea una vana fórmula, encierra tácitamente este compromiso: que sólo por sí puede dar fuerza a los demás, y que quienquiera se niegue a obedecer la voluntad general será obligado a ello por todo el cuerpo. Esto no significa otra cosa sino que se le obligará a ser libre, pues es tal la condición, que dándose cada ciudadano a la patria le asegura de toda dependencia personal; condición que constituye el artificio y el juego de la máquina política y que es la única que hace legítimos los compromisos civiles, los cuales sin esto serían absurdos, tiránicos y estarían sujetos a los más enormes abusos.
Cap. 8. Del estado civil.
Este tránsito del estado de naturaleza al estado civil produce en el hombre un cambio muy notable, al sustituir en su conducta la justicia al instinto y al dar a sus acciones la moralidad que antes les faltaba. El hombre se ve obligado a obrar según otros principios y a consultar su razón antes de escuchar sus inclinaciones.
Reduzcamos todo este balance a términos fáciles: lo que el hombre pierde por el contrato social es su libertad natural y un derecho ilimitado a todo cuanto le apetece y puede alcanzar: lo que gana es la libertad civil y la propiedad de todo lo que posee. Para no equivocarse en estas complicaciones es preciso distinguir la libertad natural, que no tiene más límite que las fuerzas del individuo, de la libertad civil, que está limitada por la voluntad general.
Libro 2 (Sobre la soberanía)
Cap. 1. La soberanía es inalienable. La primera y más importante consecuencia de los principios anteriormente establecidos es que la voluntad general puede dirigir por sí sola las fuerzas del Estado según el fin de su institución, que es el bien común. Digo, pues, que no siendo la soberanía sino el ejercicio de la voluntad general, no puede enajenarse jamás, y el soberano, que no es sino un ser colectivo, no puede ser representado más que por sí mismo: el poder es susceptible de ser transmitido, mas no la voluntad. En casos de silencio universal, se debe presumir el consentimiento del pueblo.
Cap. 2. La soberanía es indivisible. Por la misma razón que la soberanía no es enajenable es indivisible; porque la voluntad es general o no lo es. Mas no pudiendo nuestros políticos dividir la soberanía en su principio, la dividen en su objeto. Este error procede de no haberse formado noción exacta de la autoridad soberana. Para que una voluntad sea general, no siempre es necesario que sea unánime; pero es preciso que todas las voces sean tenidas en cuenta: una exclusión formal rompe la generalidad.

Cap. 3. De si la voluntad general puede errar. Se sigue de todo lo que precede que la voluntad general es siempre recta y tiende a la utilidad pública; pero no que las deliberaciones del pueblo ofrezcan siempre la misma rectitud. Nunca se corrompe al pueblo; pero frecuentemente se le engaña. Hay, con frecuencia, bastante diferencia entre la voluntad de todos y la voluntad general.
Finalmente, cuando una de estas asociaciones es tan grande que excede a todas las demás, no tendrá como resultado una suma de pequeñas diferencias, sino una diferencia única; entonces no hay ya voluntad general, y la opinión que domina no es sino una opinión particular. Importa, pues, para poder fijar bien el enunciado de la voluntad general, que no haya ninguna sociedad parcial en el Estado y que cada ciudadano opine exclusivamente según él mismo.
Cap. 4. De los límites del poder soberano. De igual modo que la Naturaleza da a cada hombre un poder absoluto sobre sus miembros, así el pacto social da al cuerpo político un poder absoluto sobre todo lo suyo. Este mismo poder es el que, dirigido por la voluntad general, lleva el nombre de soberanía.
Pero además de la persona pública, tenemos que considerar las personas privadas que la componen, y cuya vida y libertad son naturalmente independientes de ella. Se trata, pues, de distinguir bien los derechos respectivos de los ciudadanos y del soberano, así como los deberes que tienen que llenar los primeros, en calidad de súbditos del derecho natural, cualidad de que deben gozar por el hecho de ser hombres. Sólo el soberano es juez para apreciarlo.
Cuantos servicios pueda un ciudadano prestar al Estado se los debe prestar en el acto en que el soberano se los pida; pero éste, por su parte, no puede cargar a sus súbditos con ninguna cadena que sea inútil a la comunidad. Los compromisos que nos ligan al cuerpo social no son obligatorios sino porque son mutuos. La voluntad general, para ser verdaderamente tal, debe serlo en su objeto tanto como en su esencia. Se debe concebir, por consiguiente, que lo que generaliza la voluntad es menos el número de votos que el interés común que los une.

Se llegará siempre a la misma conclusión, a saber: que el pacto social establece entre los ciudadanos una igualdad tal, que se comprometen todos bajo las mismas condiciones y, por tanto, que deben gozar todos los mismos derechos. ¿Qué es propiamente un acto de soberanía? No es, en modo alguno, una convención del superior con el inferior, sino una convención del cuerpo con cada uno de sus miembros; convención legítima, porque tiene por base el contrato social; equitativa, porque es común a todos; útil, porque no puede tener más objeto que el bien general.
De aquí se deduce que el poder soberano, por muy absoluto, sagrado e inviolable que sea, no excede, ni puede exceder, de los límites de las convenciones generales. Todos tienen que combatir, en caso de necesidad, por la patria, es cierto; pero, en cambio, no tiene nadie que combatir por sí.

Cap. 5. Del derecho de vida y de muerte. Todo hombre tiene derecho a arriesgar su propia vida para conservarla. El contrato social tiene por fin la conservación de los contratantes. Quien quiere conservar su vida a expensas de los demás debe darla también por ellos cuando sea necesario (acá hay una diferencia con Hobbes, donde hay un principio de individualidad más fuerte: el Estado me puede matar pero no me puede decir que me mata).
"Es indispensable para el Estado que mueras", ya que su vida no es tan sólo una merced de la Naturaleza, sino un don condicional del Estado (el Estado garantiza mi vida: es un don. Se crea el Estado artificialmente para hacerlo donatario de la vida. El modelo estatal replica el modelo religioso: Dios es el donatario).
En este pacto, lejos de disponer de la propia vida, no se piensa sino en darle garantías. Por lo demás, todo malhechor, deja de ser miembro de ella al violar las leyes, y hasta le hace la guerra. Entonces la conservación del Estado es incompatible con la suya; es preciso que uno de los dos perezca, y cuando se hace morir al culpable, es menos como ciudadano que como enemigo. Entonces el derecho de la guerra es matar al vencido. En un Estado bien gobernado hay pocos castigos, no porque se concedan muchas gracias, sino porque hay pocos criminales; la excesiva frecuencia de crímenes asegura su impunidad cuando el Estado decae.

Cap. 6. De la ley. Mediante el pacto social hemos dado existencia y vida al cuerpo político. Toda justicia viene de Dios. Sólo Él es la fuente de ella, mas si nosotros supiésemos recibirla, no tendríamos necesidad ni de gobierno ni de leyes. Son necesarias, pues, convenciones y leyes para unir los derechos a los deberes y llevar la justicia a su objeto. En el estado de naturaleza, en que todo es común, nada debo a quien nada he prometido. No ocurre lo mismo en el estado civil, en que todos los derechos están fijados por la ley. La materia sobre la cual se estatuye es general, de igual suerte que lo es la voluntad que estatuye. A este acto es al que yo llamo una ley.

Cuando digo que el objeto de las leyes es siempre general, entiendo que la ley considera a los súbditos en cuantos cuerpos y a las acciones como abstractos: nunca toma a un hombre como individuo ni una acción particular. En una palabra, toda función que se relacione con algo individual no pertenece al poder legislativo (las leyes son actos de la voluntad general, ni el príncipe está sobre las leyes).
Llamo, pues, república a todo Estado regido por leyes, sea bajo la forma de administración que sea; porque entonces solamente gobierna el interés público. Todo gobierno legítimo es republicano. El pueblo sometido a las leyes debe ser su autor. El pueblo, de por sí, quiere siempre el bien; pero no siempre lo ve.
Es preciso obligar a los unos a conformar sus voluntades a su razón; es preciso enseñar al otro a conocer lo que quiere. Entonces, de las luces públicas resulta la unión del entendimiento y de la voluntad en el cuerpo social; de aquí el exacto concurso de las partes y, en fin, la mayor fuerza del todo. He aquí de dónde nace la necesidad de un legislador.
Cap. 7. Del legislador. Aquel que ose emprender la obra de instituir un pueblo, debe sentirse en estado de cambiar la naturaleza humana, de transformar a cada individuo, que por sí mismo es un todo perfecto y solitario, en parte de un todo más grande. Es preciso, en una palabra, que quite al hombre sus fuerzas propias para darle otras que le sean extrañas, y de las cuales no pueda hacer uso sin el auxilio de otro. Mientras más muertas y anuladas queden estas fuerzas, más grandes y duraderas son las adquiridas y más sólida y perfecta la institución; de suerte que si cada ciudadano no es nada, no puede nada sin todos los demás, y si la fuerza adquirida por el todo es igual o superior a la suma de fuerzas naturales de todos los individuos, se puede decir que la legislación se encuentra en el más alto punto de perfección que es capaz de alcanzar. Según el pacto fundamental, no hay más que la voluntad general que obligue a los particulares.
Así se encuentra a la vez, en la obra de la legislación, dos cosas que parecen incompatibles: una empresa que está por encima de la fuerza humana y, para ejecutarla, una autoridad que no es nada. Así, pues, no pudiendo emplear el legislador ni la fuerza ni el razonamiento, es de necesidad que recurra a una autoridad de otro orden, que pueda arrastrar sin violencia y persuadir sin convencer (figura carismática).

Unidad I: Práctico N° 2 (Lunes 14 y Miércoles 16 de abril)


Rousseau, Jean-Jacques; Del contrato social, Alianza, Madrid, 1989. Libros I hasta Cap.VII del Libro II.

 

Objetivos y estructura base

La clase tiene dos objetivos: presentar la diferencia entre un pensamiento legitimista por oposición a uno trascendentalista, y hacer una hipótesis explicativa de ese tránsito. En ambos objetivos se discuten dos tesis de Carracedo: a) el legitimismo no es exactamente una tercera corriente, sino más bien un neo-trascendentalismo; b) el tránsito de un trascendentalismo a un legitimismo no se hace como una especie de superación sintética de la oposición entre trascendentalismo y realismo, sino que surge al interior de la tensión histórica entre constitucionalismo y radicalismo democrático. 
La primera parte de la clase apunta a demostrar la ausencia de un fundamento iusnaturalista de tipo lockeano. No hay derecho o ley natural en ese sentido, ni relación del Contrato con un a priori de ese tipo: la salida es fortuita, el objetivo es sólo multiplicar fuerza y libertad. Libertad positiva, soberanía popular absoluta y radicalismo democrático. 
La segunda parte es discutir las inconsistencias de la figura del Legislador y la religión cívica (propias de un trascendentalismo). Se presentan como intento inconsistente de limitar el radicalismo democrático.
La tercera presenta el modo en que el radicalismo democrático encuentra (más allá y después de Rousseau) una limitación trascendente adecuada a sí mismo: el legitimismo. El a priori por las condiciones y reglas formales para la producción de orden impersonal. Se rastrean en Rousseau.  


·        Rousseau: “Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres” (1754)

Segunda parte
El primer hombre a quien, cercando un terreno, se lo ocurrió decir “esto es mío” y halló gentes bastante simples para creerle fue el verdadero fundador de la sociedad civil, pues la idea de propiedad, no se formó de golpe; fueron necesarios ciertos progresos, adquirir ciertos conocimientos y cierta industria, transmitirlos y aumentarlos de época en época, antes de llegar a ese último límite del estado natural.
El primer sentimiento del hombre fue el de su existencia; su primer cuidado, el de su conservación. Pronto surgieron dificultades; hubo que aprender a vencerlas.

A medida que se extendió el género humano, los trabajos se multiplicaron. La diferencia de los terrenos, de los climas, de las estaciones. Exigieron de ellos una nueva industria. Produjeron en él una especie de reflexión o más bien una prudencia maquinal, que le indicaba las precauciones más necesarias a su seguridad. Las nuevas luces que resultaron de este desenvolvimiento aumentaron su superioridad sobre los demás animales. Instruido por la experiencia de que el amor del bienestar es el único móvil de las acciones humanas, pudo distinguir las ocasiones en que debía contar con la ayuda de sus semejantes, y aquellas otras en que la concurrencia debía hacerle desconfiar de ellos. He aquí cómo los hombres pudieron adquirir cierta idea rudimentaria de compromisos mutuos lejos de preocuparse de un lejano futuro

Semejantes relaciones no exigían un lenguaje mucho más refinado. Estos primeros progresos pusieron al hombre en estado de hacer otros más rápidos. Cuanto más se esclarecía el espíritu más se perfeccionaba la industria. Fue la época de una primera revolución, que originó el establecimiento y la diferenciación de las familias e introdujo una especie de propiedad, de la cual nacieron ya entonces no pocas discordias y luchas. El hábito de vivir juntos hizo nacer los más dulces sentimientos conocidos de los hombres: el amor conyugal y el amor paternal. Cada familia fue una pequeña sociedad. Entonces fue cuando se estableció la primera diferencia en el modo de vivir de los dos sexos, que hasta entonces habían vivido de la misma manera. Las mujeres se hicieron más sedentarias y se acostumbraron a cuidar de los hijos mientras el hombre iba a buscar la común subsistencia. Pero si cada individuo separadamente se halló menos capaz de combatir a las fieras, fue en cambio más fácil reunirse para una resistencia común. En este nuevo estado, llevando una vida simple y solitaria, con necesidades muy limitadas y los instrumentos que habían inventado para atenderlas, los hombres gozaban de una extremada ociosidad, que emplearon en procurarse diversas comodidades que sus padres no habían conocido. Se concibe que entre hombres reunidos de ese modo y forzados a vivir juntos debió de formarse un idioma común, más bien que entre los que erraban libremente en los bosques.
Todo empieza a cambiar de aspecto. Los hombres habiendo adquirido una situación más estable, van relacionándose lentamente y forman en cada región una nación particular, unida en sus costumbres y caracteres, no por reglamentos y leyes, sino por el mismo género de vida y de alimentación y por la influencia del clima.

Cada cual empezó a mirar a los demás y a querer ser mirado él mismo, y la estimación pública tuvo un precio. Aquel que mejor cantaba, el más hermoso o el más fuerte fue el más considerado; y éste fue el primer paso hacia la desigualdad. De estas primeras preferencias nacieron, por una parte, la vanidad y el desprecio; por otro, la vergüenza y la envidia. Las venganzas fueron terribles.
He ahí el grado a que había llegado la mayoría de los pueblos salvajes que nos son conocidos. Mas, por no haber distinguido suficientemente las ideas y observado cuán lejos se hallaban ya esos pueblos del estado natural, algunos se han precipitado a sacar la conclusión de que el hombre es naturalmente cruel y que es necesaria la autoridad para dulcificarlo. Según el axioma del sabio Locke, no puede existir agravio donde no hay propiedad.

Pero es preciso señalar que la sociedad empezada y las relaciones ya establecidas entre los hombres exigían de éstos cualidades diferentes de las que poseían por su constitución primitiva; que, empezando a   introducirse la moralidad en las acciones humanas y siendo cada uno, antes de las leyes, único juez y vengador de las ofensas recibidas, la bondad que convenía al puro estado de naturaleza no era la que convenía a la sociedad naciente; era necesario que los castigos fueran más severos a medida que las ocasiones de ofender eran más frecuentes. Cuanto más se reflexiona, mejor se comprende que este estado era el menos sujeto a las revoluciones, el mejor para el     hombre, del cual no ha debido salir sino por algún funesto azar.
Y que todos los progresos ulteriores han sido, en apariencia, otros tantos pasos hacia la perfección del       individuo; en realidad, hacia la decrepitud de la especie. Pero desde el instante en que mi hombre tuvo necesidad de la ayuda de otro; desde que se advirtió que era útil a uno solo poseer provisiones por dos, la igualdad desapareció, se introdujo la propiedad, el trabajo fue necesario y los bosques inmensos se      trocaron en campiñas que fue necesario regar con el sudor de los hombres y en las cuales se vio bien pronto germinar y crecer con las cosechas la esclavitud y la miseria.

La metalurgia y la agricultura fueron las dos artes cuyo desenvolvimiento produjo esta gran revolución. Los demás pueblos parece que siguieron bárbaros mientras no practicaron más que una sola de estas artes.

La invención de las otras artes fue, por tanto, necesaria para forzar al género humano a dedicarse a la agricultura. En cuanto hubo necesidad de hombres para fundir y forjar el hierro, fueron necesarios otros que los alimentaran. Y como unos necesitaron alimentos en cambio de su hierro, los otros descubrieron el secreto de emplear el hierro para multiplicar los alimentos. De aquí nacieron, por una parte, el cultivo y       la agricultura; por otra, el arte de trabajar los metales y multiplicar sus usos.

Del cultivo de las tierras resultó necesariamente su reparto, y de la propiedad, una vez reconocida, las primeras reglas de justicia, porque para dar a cada cual lo suyo es necesario que cada uno pueda tener alguna       cosa. Es imposible concebir la idea de la propiedad naciente de otro modo que por la mano de obra, pues no se comprende que para apropiarse las cosas que no ha hecho pudiera el hombre poner más que su trabajo. El  reparto de las tierras había producido una nueva especie de derecho, es decir, el derecho de propiedad, diferente del que resulta de la ley natural.

En esta situación, las cosas hubieran podido permanecer iguales si las aptitudes hubieran sido iguales, y si, por ejemplo, el empleo del hierro y el consumo de los productos alimenticios hubieran guardado un     equilibrio exacto.

De este modo, la desigualdad natural se desenvuelve. He aquí este nuevo orden de cosas, con todas nuestras facultades desarrolladas puestas en acción, no sólo en lo que se refiere a la cantidad de bienes y al poder de servir o perjudicar, sino en cuanto al espíritu, la belleza, la fuerza o la destreza, el mérito y las aptitudes.

Por otra parte, de libre e independiente que era antes el hombre, se ve ahora por una multitud de nuevas necesidades sometido.

En fin, la ambición, la pasión por aumentar su fortuna, menos por una verdadera necesidad que para elevarse por encima de los demás, inspira a todos los hombres una inclinación a perjudicarse mutuamente, una secreta envidia, tanto más peligrosa cuanto que, para herir con más seguridad, toma con frecuencia la máscara de la benevolencia; en una palabra: de un lado, competencia y rivalidad; de otro, oposición de intereses, y siempre el oculto deseo de buscar su provecho a expensas de los demás. Todos estos males son el primer efecto de la propiedad y de la desigualdad naciente.

Entre el derecho del más fuerte y el del primer ocupante alzábase un perpetuo conflicto, que no se terminaba sino por combates y crímenes. La naciente sociedad cedió la plaza al más horrible estado de guerra.

Nota: Separándose de la teoría de Hobbes de la guerra de todos contra todos -origen del contrato entre los miembros de la sociedad- Rousseau sitúa la guerra fuera de la naturaleza humana. Cuando se produce, el hombre está ya “desnaturalizado”, aunque la sociedad civil no haya nacido: es la propiedad la causa de la guerra.

Los ricos debieron comprender cuán desventajoso era para ellos una guerra perpetua, nadie podía hallar seguridad ni en la pobreza ni en la riqueza. Tal debió ser el origen de la sociedad y de las leyes, que dieron nuevas trabas al débil y nuevas fuerzas al rico, aniquilaron para siempre la libertad natural, fijaron para la ley de la propiedad y de la desigualdad, hicieron de una usurpación un derecho irrevocable, y, para provecho de unos cuantos ambiciosos, sujetaron a todo el género humano al trabajo, a la servidumbre y a la miseria. Fácilmente se ve cómo el establecimiento de una sola sociedad hizo indispensable el de todas las demás, y de qué manera, para hacer frente a fuerzas unidas, fue necesario unirse a la vez. Convertido así el derecho civil en la regla común de todos los ciudadanos se vio en fin a los hombres exterminarse sin saber porqué.
         
El naciente gobierno no tuvo forma regular y constante. El estado político permaneció siempre imperfecto porque era en gran parte la obra del azar y mal empezado.

La sociedad no consistió al principio más que en algunas convenciones generales que todos los particulares se comprometían a observar. Fue preciso que los contratiempos y los desórdenes menudeasen continuamente, para que al fin se pensara en confiar a algunos particulares el peligroso depósito de la autoridad pública y se encargara a ciertos magistrados el cuidado de hacer observar las deliberaciones del pueblo. Los pueblos se han dado jefes      para defender su libertad y no para oprimirlos

En lugar de decir que la sociedad civil se deriva del poder paternal, sería necesario decir, al contrario, que es de ella de quien ese poder tiene su principal fuerza (“me importa mucho que no se abuse de mi libertad”).

Además, siendo el derecho de propiedad de institución humana, cada uno puede disponer a su antojo de     aquello que posee; pero no sucede lo mismo con los dones esenciales de la naturaleza, como la vida y la libertad, de los cuales le está permitido a cada uno gozar, mas de los que nadie tiene el derecho de despojarse.

Pero aunque se pudiera enajenar la libertad como los bienes propios, la diferencia sería muy grande en cuanto a los hijos, que no disfrutan de los bienes del padre sino por la transmisión de su derecho, mientras que siendo la libertad un don que han recibido de la naturaleza en su calidad de hombres, sus progenitores no tienen ningún derecho a despojarlos de ella.

Considero aquí la fundación del cuerpo político como un verdadero contrato entre los pueblos y los jefes que eligió para su gobierno, contrato por el cual se obligan las dos partes a la observación de las leyes que en él se estipulan y que constituyen los vínculos de su unión. E pueblo, a propósito de las relaciones sociales, reunió todas sus voluntades en una sola.

Este poder se extiende a todo lo que puede mantener la constitución pues como la magistratura y sus derechos descansaban solamente sobre las leyes fundamentales, si éstas eran destruidas los magistrados dejaban de ser legítimos y el pueblo dejaba de deberles obediencia, y como la esencia del Estado no estaría constituida por el magistrado, sino por la ley, cada cual recobraría de derecho su libertad natural.

Si no existía un poder superior que pudiera responder de la fidelidad de los contratantes ni forzarlos a cumplir sus compromisos recíprocos, las partes serían los únicos jueces de su propia causa y cada una tendría el derecho de rescindir el contrato tan pronto como advirtiera que la otra infringía las condiciones, o bien cuando éstas dejaran de convenirle. Sobre este principio parece que puede estar fundado el derecho de abdicar.

Las diversas formas de gobierno deben su origen a las diferencias más o menos grandes que existían entre los particulares en el momento de su institución. ¿Había un hombre eminente en poder, en virtud, en riqueza o en crédito? Ese solo fue elegido magistrado, y el Estado fue monárquico. ¿Había algunos, aproximadamente iguales entre sí, que excedieran a todos los demás? Fueron elegidos conjuntamente, y hubo una aristocracia. Aquellos cuya fortuna o cuyos talentos eran menos desproporcionados y que menos se habían apartado del estado natural guardaron en común la administración suprema y constituyeron una democracia. El tiempo experimentó cuál de esas formas era la más ventajosa para los hombres.

La ambición de los poderosos aprovechó estas circunstancias para perpetuar sus cargos en sus familias; el pueblo, acostumbrado ya a la dependencia, al reposo y a las comodidades de la vida, incapacitado ya para romper sus hierros, consintió la agravación de su servidumbre para asegurar su tranquilidad.

Si seguimos el progreso de la desigualdad a través de estas diversas revoluciones, hallaremos que el establecimiento de la ley y del derecho de propiedad fue su primer término; el segundo, la institución de la       magistratura; el tercero y último, la mudanza del poder legítimo en poder arbitrario; de suerte que el estado de rico y de pobre fue autorizado por la primer época; el de poderoso y débil, por la segunda; y por la tercera,
el de señor y esclavo, que es el último grado de la desigualdad y el término a que conducen en fin todos los otros, hasta que nuevas renovaciones disuelven por completo el gobierno.

Un país en que nadie eludiera el cumplimiento de las leyes ni nadie abusara de la magistratura no tendría necesidad ni de magistrados ni de leyes. Las distinciones políticas engendran necesariamente las diferencias      civiles.

Probaría, en fin, que si se ve a un puñado de poderosos y ricos en la cima de las grandezas y de la fortuna, mientras la muchedumbre se arrastra en la oscuridad y en la miseria, es porque los primeros no aprecian las cosas de que disfrutan sino porque los otros están privados de ellas, y que, sin cambiar de situación, dejarían de ser dichosos si el pueblo dejara de ser miserable.

La más ciega obediencia es la única virtud que les queda a los esclavos. Éste es el último término de la desigualdad, el punto extremo que cierra el círculo y toca el punto de donde hemos partido. Aquí es donde       los particulares vuelven a ser iguales, porque ya no son nada, aquí todo se reduce a la sola ley del más fuerte, y, por consiguiente, a un nuevo estado de naturaleza diferente de aquel por el cual hemos empezado, en que este último era el estado natural en su pureza y otro es el fruto de un exceso de corrupción.
Pero tan poca diferencia hay, por otra parte, entre estos dos estados, y de tal modo el contrato de gobierno ha sido aniquilado por el despotismo, que el déspota sólo es el amo mientras es el más fuerte.

Tal es, en efecto, la verdadera causa de todas esas diferencias; el salvaje vive en sí mismo; el hombre sociable, siempre fuera de sí, sólo sabe vivir según la opinión de los demás, y, por así decir, sólo del juicio ajeno deduce el sentimiento de su propia existencia.

He intentado explicar el origen y el desarrollo de la desigualdad, la fundación y los abusos de las sociedades políticas. De esta exposición se deduce que la desigualdad, siendo casi nula en el estado de naturaleza,       debe su fuerza y su acrecentamiento al desarrollo de nuestras facultades y a los progresos del espíritu humano y se hace al cabo legítima por la institución de la propiedad y de las leyes. Dedúcese también que la       desigualdad moral es contraria al derecho natural.

Para pensar los textos de Hobbes y Rousseau:

Qué es soberanía? Y poder soberano? Para Rousseau es la voluntad gral. La pregunta es: por qué los hombres están juntos?

En Hobbes, la igualdad es entre todos los súbditos y no con el soberano. La condición de igualdad es que entreguemos las armas y así quedemos efectivamente iguales (acá tiene sentido el hecho de firmar un contrato. Somos iguales de firmar un contrato porque estamos despojados de todos).

El contrato plasmaría el pasaje hombre–ciudadano / multitud–pueblo.

Hobbes está orientado a la monarquía. Rousseau, al parlamento. Con la monarquía parlamentaria habría una doble representación del pueblo: por un lado con el rey y por el otro con los diputados. Y esto es lo que no aconseja Hobbes.

El bien común es la conservación de la vida.







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